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¿Y si la curiosidad no mató al gato, sino que lo salvó?

curiosidad

Siempre se ha dicho que la curiosidad mató al gato. Y parece que últimamente nos hemos tomado al pie de la letra este refrán. Es cierto que los tiempos que vivimos no ayudan a salir de nuestra zona de confort. La incertidumbre constante que nos asola nos ha llevado a buscar la seguridad en lo ya conocido. Preferimos no salirnos del carril marcado por lo que ya hemos vivido o por las experiencias de los demás. Porque si algo funciona, por qué cambiarlo. Cambiar incluye la posibilidad de equivocarse, y últimamente estamos para pocas equivocaciones. Nuestro mundo se ha convertido en un desierto de arena fina donde la clave para seguir adelante es pisar donde antes ha pisado alguien. Avanzamos siguiendo los pasos de aquellos que fueron antes que nosotros.

El problema de mantener este comportamiento es que aplicamos constantemente las mismas soluciones, que ya han sido testadas y han probado su valía. Perpetuando unos mismos resultados, que, aunque puedan ser buenos, no nos llevan a lugares inexplorados, impidiéndonos progresar como sociedad y como individuos.

Este seguir las mismas fórmulas de antaño tiene como consecuencia directa la muerte de la curiosidad. Nuestra curiosidad agoniza y se pierde en una realidad que ya no quiere sorprenderse ni explorar nuevas fórmulas. Perdemos así una de las capacidades más importantes que tienen los seres humanos: el arte de la pregunta, del cuestionamiento de lo aprendido, el hambre por querer saber más.

Porque para ser curiosos tenemos que romper con dos aspectos que atenazan nuestras mentes diariamente, sin que en muchos casos seamos conscientes de ello. Por un lado, tenemos que luchar contra nuestra tendencia natural a no esforzarnos. Sabemos que las personas, en circunstancias normales, estamos continuamente ahorrando energía, física y mental. Pero a esta situación de economía de guerra se suma el agotamiento natural que provoca la incertidumbre que vivimos, obligando al cuerpo a vivir en un estado de alerta permanente. Y esta situación está acabando con nuestras ganas de descubrir, de indagar, en definitiva, de ser curiosos.

Y, por otro lado, y mucho más importante, hemos de romper con nuestros propios patrones mentales. Tenemos que ser capaces de cuestionar nuestros propios pensamientos, nuestras propias creencias y de estar abiertos al cambio interno. Algo que parece una quimera en estos tiempos. Cada día más nos cuesta admitir que estamos equivocados y que los demás pueden tener razón.

No queremos salir de lo que nuestra mente nos dice que está bien y que está mal. No queremos escuchar lo que nos puedan decir los demás, porque asumimos que el otro, el extraño, está equivocado. Y eso implica vivir siempre con unos mismos pensamientos. Pero —y siempre hay un pero— ¿y si están equivocados?, ¿cómo vamos a salir de nuestro error si ni siquiera estamos dispuestos a admitir que podemos estar desacertados? No cuestionarnos a nosotros mismos cada día es la kriptonita de nuestra curiosidad.

Y aunque afortunadamente hay personas que son curiosas por naturaleza y rompen con este patrón, la mayoría de nosotros tenemos que esforzarnos por dejar vivir a la curiosidad en nuestro interior. Tenemos que hacer por ser más curiosos.

Ser curiosos implica tener apertura mental real. Cuestionar lo establecido, estar abiertos a nuevas experiencias y, sobre todo, ser capaces de abrazar la incertidumbre sin dejarse arrastrar por ella.

Ser curioso supone tener ganas de aprender algo nuevo todos los días. Reconocer que no lo sabemos todo. Admitir nuestra incultura no es un signo de debilidad sino de sabiduría, porque solo el que sabe que no lo sabe todo puede seguir aprendiendo. El débil es el que vive en su propia soberbia de conocimiento, emborrachado de un saber limitado que no le deja avanzar ni ver más allá. Y estas personas adolecen de otra característica que es necesaria para que se dé la curiosidad, el pensamiento crítico. Solo el cuestionamiento de la realidad, la no conformidad con las respuestas existentes, nos pueden llevar a descubrir nuevas soluciones que ahora no somos capaces de vislumbrar.

Pero la curiosidad va mucho más allá de un aprendizaje continuo y se convierte en un salvavidas en estos tiempos inestables, mejorando nuestra capacidad de adaptación, ayudándonos a explorar alternativas y preparándonos para los cambios. Solo los curiosos son capaces de encontrar nuevas soluciones ante los desafíos que surgen de la incertidumbre. Solo ellos son capaces de dialogar con el otro, con el que piensa diferente, con el que reta, y descubrir en ellos las respuestas que se nos ocultan. Solo así dejaremos de andar en círculos, siguiendo un camino ya transitado, que no nos está llevando a ninguna parte.

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