Para contar la historia que subyace tras una de las canciones que ayudaron a dar forma al rock’n’roll hay que detenerse en varios protagonistas. En primer lugar los autores, Leiber y Stoller. En segundo lugar la intérprete, Willie Mae Thornton. Por último se debería citar a Elvis Presley. Pero, aunque fuese él quien inmortalizó la pieza, el suyo fue un papel secundario en este relato.
Jerry Leiber y Mike Stoller eran dos jóvenes judíos alojados en Los Ángeles que se conocieron gracias al Rhythm n’ Blues. Leiber estaba absolutamente fascinado por la música negra, algo bastante inusual entre la comunidad blanca de comienzos de los 50. Leiber pensaba que su color de piel era erróneo y se sorprendía al verse tan pálido cuando se miraba en el espejo. Lo que sí que tenía claro es que había captado el mensaje; su piel sería blanca, pero su corazón había decodificado la música negra, su ritmo y sus letras. Tan seguro estaba de ello que comenzó a componer y a vender sus canciones con sólo 17 años. Pero las editoriales le pedían transcribir las canciones y Leiber no sabía escribir música. Ahí recordó a ese compañero de instituto que tocaba el piano con partituras y al que le gustaba el jazz. Stoller escribiría la música. Leiber las letras.
Una mañana de agosto de 1952 los llamó Johnny Otis, otro negro que nació enfundado en la piel de un blanco. Otis, de descendencia griega, se había convertido en el mayor agitador de la escena R&B de la ciudad de Los Ángeles. Había oído hablar de esos críos judíos que escribían canciones y les pidió un hit para una de las más grandes de la escena negra. Lo de «grande» era literal. Willie Mae Thornton, apodada «Big Mama», medía más de metro ochenta y pesaba 140 kilos. Leiber era fan de la señora y en cuanto recibió el encargo supo lo que quería para ella. Tardó sólo unos minutos en escribir el tema y unas horas más tarde estaban reunidos con Big Mama, su banda y Johnny Otis en el garaje de la casa de este.
[full_background_video videoId=»wxoGvBQtjpM»]
De Big Mama no sólo intimidaba su tamaño. Tenía cicatrices en la cara de unos cuchillazos recibidos en su duro pasado. Su mirada era de piedra. Los dos blanquitos adolescentes se plantaron allí, entre esos músicos veteranos. Sin mediar palabra, Mike Stoller empezó a tocar el piano y Big Mama arrancó de las manos de Leiber la hoja con la letra. La señora se puso a cantar, en plan crooner, a lo Frank Sinatra. Leiber, con toda la delicadeza y calma que pudo reunir, le dijo:
— Big Mama. Así no es.
La mirada que le echó la gigantona casi le hace caer de culo.
— ¿Me va a enseñar el chico blanco a cantar el blues? —dijo Big Mama, sacándole la lengua, entre las risas de los miembros de su banda. Leiber buscó unas palabras mágicas que le hicieran entender…
—Tal vez si atacaras la canción con un poco más de…
—¡Atácame esto! —dijo Big Mama señalando su entrepierna. La banda aplaudió desternillada.
Leiber estaba a punto de marcharse. Pero Johnny Otis, genio como era, le echó un cable, invitándole a cantar él la canción. Leiber comenzó con los primeros versos y, de repente, la broma había acabado. Big Mama lo escuchó y comprendió la dureza que la canción requería, el humor sexual que ocultaba, el grito de guerra femenino que desprendía esa mujer que se plantaba ante un típico chulo, no tenía que recitarla, tenía que rugirla. Tras varias tomas de ensayo la banda fue al estudio. El single fue número 1 en las lista de Rhythm n’ Blues.
Cuatro años después la grabó Elvis. Su versión llegaría a la cima de todas las listas; blancas, negras y de country. Vendió 10 millones de copias y mantuvo durante 36 años el récord de ser el single que más tiempo —11 semanas— ha estado en el número 1. Los autores se embolsaron una buena pasta en derechos pero, como dijo Leiber, «Elvis no lo hizo del todo bien. Su interpretación se quedó floja. No supo pillarle el punto».
Imagen de portada: Kevin Dooley bajo licencia CC