En El extremo fantasma, el escritor mexicano Juan Villoro relató la historia de un equipo de fútbol de baja gama que se había creado en una zona pantanosa, alejada de la capital, donde los mapas se quedan sin tinta: «Aquí no se acaba la cancha, aquí se acaba el país». El único cometido del equipo era crear un ritual para que los trabajadores de las plataformas petroleras que malvivían allá se desfogaran y dejaran descansar un poco a las prostitutas locales.
Durante todo el cuento parece que lo importante ocurre en el terreno de juego, en la vida del entrenador, pero eso sólo es parte del espejismo: el ingrediente que sostiene la aventura vive en segundo plano todo el tiempo, en las gradas; entre un público que, a veces, hasta se desentiende del encuentro.
Eso hizo el investigador de la Universidad de Granada Guillermo Acuña, dio la espalda al césped del Nuevo Los Cármenes y miró al público, allí había algo relevante a lo que la sociología y la antropología, por algún motivo, le prestaban poca atención. «Las gradas están bastante de actualidad en los medios, rara es la semana en que no vemos una noticia sobre el público, nos encontramos informaciones sobre la afición y la cultura que se genera en torno a las gradas; no se investiga a fondo y pensamos que podía tener bastante interés social y validez para la gente», cuenta a Yorokobu.
Acuña ha escrito La cultura de gradas en el fútbol después de observar largamente lo que ocurría en los estadios, de tomar notas, de grabar audios, de hacer encuestas, de formar grupos de discusión con aficionados. El objetivo era buscar los motivos de la asistencia, las explicaciones a la pasión por el equipo, a esas irracionalidades que se liberan en cada partido: expresividad, confraternización, violencias…
Acuña indagó en las vértebras de un ritual moderno fundamental para grandes grupos de personas. «El fútbol tiene una importancia simbólica para la gente y eso hace que todo lo que gira en torno a él se adquiera un sentido ritual, se parece bastante a lo que antiguamente conseguía la religión: hay rituales antes del partido, durante el partido, cánticos, acompañamientos al autobús, salidas para celebrar».
Subir al metro que se encarrila hacia el Estadio Vicente Calderón en la hora previa a un partido importante es ver un estallido de color blanco y rojo, bufandas, camisetas, gorras, y debajo de las gorras, gente con un ánimo distinto al del resto de viajeros: algunos meditativos, otros mordiéndose las uñas, otros discutiendo tácticas o imaginando el futuro a través de partidos viejos, agitando el fantasma de los malos resultados, como quien habla de lo que le aterroriza para sacarlo de la sombra, para que asuste menos.
En la atmósfera de rutina que siempre domina los vagones del suburbano, la presencia de unos hinchas supone una ruptura emocional: van justo a liberarse de la anestesia del día a día, van a participar en una ficción de sufrimientos, iras, insultos y euforias que los convierten en alguien distintos a quienes son durante la semana. En las gradas se adquiere un sentido.
Como recuerda el investigador granadino, el antropólogo Marcel Mauss calificó el fútbol como un «hecho social total». Los ritos, para muchos expertos, son rupturas del orden realizadas en un entorno controlado, son escenificaciones de la irracionalidad que reciclan ciertas pulsiones para que no intoxiquen las estructuras de convivencia y de poder de la sociedad.
Quizás por eso sucede lo que indica Guillermo Acuña, que «aunque se vea en todo el campo, el aspecto ritual y simbólico cobra más sentido y más pasión en los fondos norte y sur». En los palcos, donde se encuentra el público de mejor perfil económico, la agitación y la catarsis no son comparables con las que se desatan en el resto del estadio. Ellos no necesitan rebelarse.
Se acude al campo para cambiarse por otro: un otro protagonista y activo. «Se generan dos identidades. La identidad de rol, que sería el papel simbólico que desempeña el aficionado dentro del campo, y luego se da la identidad en cuanto a sentido de pertenencia». Se trata de saberse parte del engranaje del universo que hace posible el equipo, ser una pieza necesaria.
Acuña identificó las motivaciones que empujan a los aficionados a acudir al campo en vez de quedarse en su casa o en el bar. La causa ganadora era absolutamente emocional. El 35,8% de las respuestas aludían a sentimiento, sufrimiento, pasión, ilusión, alegría, adrenalina, nervios… Un 25,8% lo achacaban a la lealtad, a la tradición, a la fe en el equipo, a la fidelidad… Algo difícil de entender para los profanos, puesto que los únicos factores que permanecen invariables a lo largo de los años (y a veces tampoco) son los colores y el nombre de la formación. El resto cambia cada pocos años: jugadores, directivos, filosofías de juego, entrenadores…
El fútbol mueve, sobre todo, una pasión cromática. En el pantone concreto de cada equipo echan el ancla los deseos de confraternización, de ensalzamiento frente al mundo exterior: de trascendencia.
La necesidad de agresión vibra en el estadio. Casi nunca se propinan ataques físicos, pero los insultos, gestos y pancartas se repiten jornada a jornada: «Mezclar un deporte de alto rendimiento y de competición con el sentido simbólico genera dinámicas de oposición, de rivalidad», cuenta.
Son impulsos consustanciales al fútbol, necesarios para el éxito universal del deporte que, además, los medios de comunicación reafirman cada día a través del léxico y de las músicas épicas, apocalípticas, con tambores de guerra. Sin embargo, justamente desde la prensa se esfuerzan en destacar que el fútbol, por sí mismo, posee muchos más valores morales positivos.
«No va directamente relacionado, hace falta una mediación, técnicas educativas para mostrar valores a partir del deporte, por sí solo parece ser que no tiene una influencia positiva directa sobre el respeto y la solidaridad. A la hora de asistir a un estadio de fútbol, no es lo primero que se recoge», reflexiona Acuña.
El autor del estudio rehúsa la calificación de «opio del pueblo» que suele aplicarse a este deporte de masas, pero sí reconoce que cumple funciones que en otro tiempo cumplía el culto religioso. Por alguna razón, siempre que el hombre quiere creer en algo acaba cantando. Los coros, el himno, las palmas coreografiadas son quizá la muestra más clara de cómo el fútbol une a sus aficionados. Un estudio publicado en 2013 en Frontiers in Psychology hablaba de que el canto en coro creaba un «un patrón emocional compartido» y sincronizaba los latidos de los coristas. De modo que los hinchas, en cierta medida, se conectan también orgánicamente.
8 respuestas a «Una mirada antropológica a las gradas de un estadio de fútbol»
Constantinopla durante el año 532, rebelión popular a partir de una discusión entre las facciones rivales «Verdes» y «Azules» (colores con los que competían) sobre carreras de carros.
Procopio de Cesarea escribía:
La población de las ciudades se había dividido desde hace tiempo en dos grupos, los Verdes y los Azules… sus miembros (de cada facción) luchaban contra sus adversarios… no respetando ni matrimonio ni parentesco, ni lazos de amistad, incluso aunque los que apoyaban a diferentes colores pudieran ser hermanos o tuvieran algún otro parentesco.
[…] Una mirada antropológica a las gradas de un estadio de fútbol […]
Tribalidad, lo que se aprecia y se fomenta es tribalidad. Tribalidad que en el deporte bien podía quedar en lúdica, folclórica y festiva. Pero como tristemente podemos constatar no suele ser así.
Y evidentemente tiene similitudes religiosas en cuanto a mitos y ritos e incluso a algo de creencias.
Ya nos muestra la historia y la actualidad que tribu y religión siempre van bien cogidas de la mano retroalimentándose mutuamente.
Me gustaría darle mi versión al autor, que como profano confiesa lo difícil que le resulta la adhesión a un equipo cuando «los únicos factores que permanecen invariables a lo largo de los años (y a veces tampoco) son los colores y el nombre de la formación». Desde adolescente creo que jugadores, directivos, filosofías de juego, entrenadores y todo lo que orbita entorno a un club de fútbol es absolutamente accesorio, son satélites cautivos del «núcleo duro», el noúmeno kantiano que es el equipo en sí. Lo que trasciende es el nombre, la historia, las gestas y anécdotas de un club, juegue quien juegue y lo dirija quien lo dirija (esto último con un criterio más tajante aún debido a la serie de tipejos corruptos que utilizan el fútbol como plataforma de autopromoción personal o de sus empresas). La adhesión a un club suele ser de por vida, es casi la única cosa que uno no cambia desde niño. Hace referencia a un entramado emocional afortunadamente incatalogable, algo que va más allá de toda lógica, casi instintivo y animal, que mezcla en un explosivo cóctel los recuerdos, alegrías y tristezas que dan forma, vigor y lealtad a una pasión limpia y genuina. Todo eso es más importante que el último super fichaje, el entrenador de moda o el oscuro empresario que ha tomado las riendas del club.
Tribalidad, lo que fluye y se fomenta es tribalidad, que en el deporte podría quedarse en lúdica, folclórica y festiva , pero podemos constatar que no suele ser así.
Tribalidad que se nutre y se exacerba a base de mitos, ritos , símbolos ,himnos, tabúes y preceptos, claramente como las religiones.
Y es que tribu y religión/creencias siempre van íntimamente unidas y retroalimentandose mutuamente.
La Historia y la Actualidad nos muestran con claridad hasta donde llegamos cebados y cegados de tribalidad estos «Homo tecnotribalis supersticiosus», que es lo que somos.
¿»H. sapiens sapiens»? … … … Demasiado prematuro y presuntuoso.
[…] 6. Una mirada antropológica a las gradas de un estadio de fútbol […]
Tu interesantísimo artículo (¡gracias!) puede complementarse bien con este otro sobre los cantos de rivalidad en las gradas: http://cvc.cervantes.es/el_rinconete/anteriores/agosto_12/27082012_02.htm
Apunte: La foto es del Vicente Calderón, no de San Mames