Tal y como despliega brillantemente Ortega y Gasset en su ensayo Estudios sobre el amor, las intuiciones que nos vienen de serie en el ámbito afectivo distan mucho de ser perfectas e inocuas. A su juicio, y también al de Erich Fromm en otro libro de referencia, El arte de amar, o hasta del más contemporáneo Alain de Botton en Del amor, el sentimiento amoroso verdadero no debería ser espontáneo e irracional: el amor resultará más puro y saludable en tanto en cuanto nos instruyamos intelectualmente para ejercerlo. El amor es un arte que debe depurarse con los años. Nadie nace enseñado. Y la mayoría de paradigmas del amor verdadero que se han propugnado a lo largo de la historia estaban más relacionados con alguna patología psiquiátrica que con el afecto.
El amor salvaje es como el sexo sin haber pasado por clases de educación sexual: imperfecto y peligroso. Por si esto fuera poco, en el proceso de buscar pareja tropezamos en tantos sesgos cognitivos y prejuicios como los que nos atenazan al adquirir un objeto mercable: somos pasto de la influencia del marketing o del gregarismo, los comestibles nos parecen más seductores si son más caros (como sucede con el vino), las marcas reconocidas nos gustan más aunque en realidad en una cata a ciegas no ocurra así, tendemos a preferir lo conocido a lo desconocido, las primeras impresiones determinan nuestro juicio a posteriori debido al efecto ancla o al efecto halo, y un largo etcétera.
En suma, las estrategias de emparejamiento humano son un desastre. Se fraguaron en una época en la que nuestra esperanza de vida era corta y precaria, y en la que solo se buscaba una prole sana y fuerte que sobreviviera a los rigores del ambiente. Aunque el mundo ha cambiado mucho desde entonces, nuestros instintos más primarios sobre el amor continúan siendo los mismos. Por ello tanta gente confunde la trepidación de los primeros meses o años de relación con el verdadero amor, y cuando este se agota (porque neuroquímicamente está establecido así), entonces nos vemos impelidos a buscar en otra pareja la misma sensación. Ellos buscan juventud y lozanía porque ello redunda en mayores garantías a la hora de procrear; ellas buscan recursos para criar a los hijos.
En la prehistoria era un buen sistema para sobrevivir, pero ahora, a pesar de que nuestro cerebro nace programado con la misma plantilla neuronal (por ello se venden tantos cosméticos para ellas y coches caros para ellos), tales inclinaciones no son apropiadas para mantener una relación afectiva duradera y feliz: ellos acaban con chicas pizpiretas con las que no tienen nada de qué hablar; ellas acaban con adictos al trabajo con coche caro o con chulos de tatuaje en el antebrazo.
Cada sexo, contento por haber hallado su paradigma prehistórico perfecto, feliz por exhibirlo a amigos y familiares… pero profundamente insatisfecho con su vida marital cotidiana.
Afortunadamente, no todas las personas se fían exclusivamente de sus intuiciones o pulsiones prehistóricas. Algunos buscan algo más que una pareja cuando buscan pareja. Sin embargo, los caminos que se nos abrían hasta ahora para encontrar a esas parejas eran pocos y ni siquiera estaban asfaltados. Básicamente nuestras parejas surgen de las personas que vamos conociendo a lo largo de nuestra vida: un porcentaje mínimo de las personas que existen en el mundo.
Imaginad que tenéis que comprar ropa nueva pero solo tenéis acceso a tres tiendas en todo el planeta. ¿Vestiríais como querríais? ¿Os conformaríais? Imaginad, además, que descubrís que hay millones de tiendas en las que venden cosas que os gustan más, pero que jamás tendréis la opción de llegar a ellas. Esta escasez de opciones amorosas podría estar cambiando para siempre gracias a internet, del mismo modo que ya lo ha hecho en lo tocante a las tiendas de ropa gracias al comercio online.
Amor digital 2.0
Actualmente, los servicios de contactos online continúan siendo bastante rudimentarios. En una de las más masivas como Badoo, por ejemplo, podemos realizar búsquedas de potenciales parejas a través de rasgos como complexión o estatura, así como aficiones, libros que se leen y otras, y acotar la búsqueda a un número de kilómetros determinado desde nuestro lugar de residencia. Pero dichos rasgos continúan siendo toscos y superficiales (¿cómo sé que me llevaré bien con alguien simplemente porque también le gusta El club de la lucha?).
Además, la mayoría de usuarios de redes como Badoo ni siquiera completa sus preferencias y requisitos, y no pierden el tiempo rellenando los campos relativos a su vida interior: prefieren poner colecciones de fotos frente al espejo del baño esbozando mohines o morritos o perfilando su tableta de chocolate. Es más importante usar Retrica en Badoo que explicar cuáles son tus aficiones (de hecho, las aficiones más expuestas en Badoo suelen del tipo «reír», «relajarme», «dormir», «ser feliz» o «pasear el perro». Es decir, que el tipo de usuario masivo que se conecta a Badoo resulta, en apariencia, inquietamente parecido a un perro o un bebé de diez meses. Lo que sigue prevaleciendo en las redes sociales de contactos son las imágenes, tal y como escribía ya en la novela Jitanjáfora: Desencanto:
Chad le mostró algunos de estos portales, en los que millones de mujeres (y no pocos hombres) de todo el planeta se exhibían como maniquíes posturales, cual aspirantes a lumia de calendario de taller. Diego se sintió abrumado por aquel número de fotografías (conocía algunas de las direcciones que le había referido Chad, pero ni mucho menos todas ellas), que iba pasando a tal velocidad que los rostros de las variopintas chicas iban intercambiándose al igual que si un rostro único, siempre el mismo, cambiara de expresión vertiginosamente, atrapado en un fractal fisonómico que recordaba a un cielo emocionalmente turbulento. Siempre el mismo rostro cambiante, porque todas aquellas mujeres, sin excepción, esbozaban idéntica colección de rictus y poses. Los rictus y poses que se encuentran en las páginas centrales de una revista para hombres. Asistiendo a aquella panoplia de decadencia y vulgarización estética, solo cabían dos alternativas: o invocabas a Herodes o invocabas a Onán.
Otros servicios de pago como eHarmony emplean la inteligencia artificial para sugerirte potenciales parejas, evaluando cientos de variables de cada perfil. Variables que incluyen la frecuencia con la que los usuarios visitan la página, a quién buscan o con qué perfiles deciden contactar. Pero ni siquiera este algoritmo parece ser eficaz para forjar parejas más felices o más selectas a largo plazo que las propiciadas en la vida real a merced del azar.
Pero imaginad un servicio que de verdad tuviera en cuenta características que nos pasan desapercibidas y que, con independencia de nuestra instrucción en el arte de amar, nos facilitara los mejores contactos aunque nosotros no lo viéramos así en un primer momento. Un facultativo es quien decide el tratamiento médico que uno debe recibir, ¿por qué debería ser distinto en el amor si quien nos sugiere el emparejamiento potencial sabe mucho más que nosotros?
Obviamente, ningún software podrá tener en cuenta cuestiones cruciales en el emparejamiento como la conversación, los silencios, las miradas, los olores, la química sexual, pero ¿no sería un buen punto de partida citarnos con alguien sugerido por el Doctor Amor? Tal y como lo razona Tyler Cowen en su libro Se acabó la clase media:
Quizá ahora lo más importante sea que los algoritmos de las empresas de contactos puedan ayudarnos a cobrar conciencia de los errores que cometemos con algunas opciones que encontramos por cuenta propia. Si en el universo altamente intelectualizado del ajedrez de los grandes maestros las intuiciones humanas han demostrado ser tan falibles, ¿qué es lo que cabe esperar en el terreno de los amoríos apasionados? (…) ¿Estaremos dispuestos a que las máquinas nos enseñen a encontrar el amor?
Buscar el amor a través de todas las personas que se conectan a Internet mediante algoritmos tan intrincados como los que emplea el motor de búsqueda de Google será como pasar de una búsqueda lineal a una búsqueda exponencial. Para que esta transformación se asimile adecuadamente vale la pena establecer una analogía: andar treinta pasos lineales es radicalmente distinto a andar treinta pasos exponenciales.
Con treinta pasos lineales (considerando que un paso es un metro) avanzaré treinta metros. Con treinta pasos exponenciales (uno, dos, cuatro, ocho, dieciséis, treinta y dos, etc.), avanzaré una distancia equivalente a dar veintiséis vueltas a la Tierra: mil millones de metros. Imaginad las personas con las que os toparéis en treinta metros y con la que os toparéis tras dar varias vueltas al mundo. Ni punto de comparación.
De repente, la antigua forma de buscar el amor se nos antojará provinciana, rectilínea, reduccionista, la antítesis de lo homérico. Siempre encomendándonos a un azar regido por el capricho de Eros. Como si fuéramos cavernícolas ejecutando un complejo baile para llamar a la lluvia. Si toca, toca.
¿Qué dicen de ti?
Diversos experimentos psicológicos sugieren que hallamos más o menos atractiva a una persona en función de lo que los demás digan de ella. Ello guarda cierta lógica: como no tenemos tiempo material para conocer a todas las personas que se cruzan con nosotros, un buen atajo para hacerlo pasa por recibir información de alguien de confianza que ya se haya tomado la molestia de conocerlas. Esa es la razón de que los rumores sean tan poderosos. De que nos importe tanto lo que digan de nosotros. De que nuestra reputación se vuelva quebradiza en cuanto un grupo lo suficientemente grande opta por ningunearla.
Hasta ahora, nuestra reputación amorosa era eminentemente privada. No suele ser habitual que nuestras parejas conozcan las opiniones de nuestras ex. De hecho, muchas parejas nuevas se fraguan porque unos amigos comunes las presentan, pues así, al menos, disponemos de algo de información privada privilegiada de la potencial pareja: si es buena para nuestros amigos, también es probable que lo sea para nosotros.
Esta tendencia es tan poderosa que incluso opera a nivel inconsciente. Tal y como explican Nicholas A. Christakis y James Fowler en su obra fundamental sobre las interacciones humanas, Conectados, incluso si se muestra una fotografía de un hombre acompañado de otras mujeres que lo miran sonrientes, tales fotografías recibirán mejores calificaciones de atractivo por parte de otras mujeres que si el mismo hombre posa solo.
Ahora cabe imaginar que los futuros servicios de búsqueda de pareja también incluyan opiniones de los demás, feedback, rumores, ojos mirando. Como Yelp o Foursquare. Es decir, redes de contactos en las que no solo figurarían los datos que escribamos nosotros acerca de nosotros mismos, sino las puntuaciones y valoraciones de quienes ya han interactuado con nosotros (exnovias incluidas… aunque habrá que programar un algoritmo que tenga en cuenta el probable despecho).
Algo así como las puntuaciones FICO, que sirven de calificaciones crediticias en Estados Unidos. O las estrellas del Couch Surfing. O en eBay. Todos nos valoramos a todos en todos los ámbitos: ¿por qué excluir el ámbito afectivo?
Muchas personas rehusarán ser evaluadas de este modo para ser objeto del escrutinio de potenciales parejas amorosas, ya sea porque tienen algo que ocultar o porque valoran mucho su privacidad. Pero en cuanto la mayoría entremos en semejante dinámica, ello perjudicará las perspectivas amorosas de los que se mantienen ocultos. Como esas películas de Hollywood que se estrenan directamente en salas comerciales porque el estudio se negó a realizar un pase de prensa previo. Y suele ocurrir que las películas exentas de pase de prensa son un completo desastre: el estudio aspiraba a que las críticas no se publicaran antes de que la gente pagara sus entradas para ir a verla.
Tal vez la búsqueda estratégica y eficiente de tu media naranja pueda resultar un tanto cuadriculada y desapasionada, epítetos estos que no ligan demasiado con el sentimiento amoroso. Sin embargo, basta con reflexionar un poco acerca de los innumerables artificios que rodean el proceso de galanteo, enamoramiento y emparejamiento para descubrir que, en sus mimbres, hay más de cuadriculado e impostado de lo que creímos en un principio, como resume Luis Landero en su novela Absolución:
Lino aprovechó para abominar del amor. Habló de falacia, de farsa, de ñoñería y cursilería y palabrería, de artificio, de amaneramiento, de simulacro, de ridiculez, de esclavitud, de elementales instintos disfrazados pudorosamente de ideales…
Naturalmente, puede que los algoritmos amorosos no sean perfectos. Hasta cabe la posibilidad de que un virus malicioso te condene a estar con alguien que en realidad abominas, y justo en el décimo aniversario recibas el mensaje clarificador: ¡Estás con tu peor enemigo, panoli! Pero si hablamos de errores y virus, ¿acaso el mundo 1.0 no es más pródigo en ellos?