«Nuestro sultán es bueno». Vista así —fuera de contexto y ajena a una voz particular— la frase parece de dibujos animados. De dibujos animados anticuados. De guion de película de aventuras de serie B. Sin embargo, quien la pronuncia es Nikie, maestro de 39 años. Lo dice dando un paseo por su ciudad, Bandar Seri Bengawan, en Brunéi. Un país donde, efectivamente, existe un sultán que gobierna entre lujos desde hace más de medio siglo. Como en los tebeos o en los libros de Salgari. La diferencia es que aquí es real y que todos los niños lo conocen desde que nacen, al contrario de lo que pasa ya con las novelas del italiano.
Lo que no sabemos es si este sultán, Hassanal Bolkiah, de 71 años, es bueno o no. La gente, en una corta visita, no parece chistar demasiado. Puede que tenga que ver con las estrictas leyes que rigen el sultanato, pero a esto nos referiremos en un rato. Vayamos ahora más allá de lo parlamentario. Para aquel que pisa Brunéi, este territorio de 5.765 kilómetros cuadrados (como la provincia de Alicante, aproximadamente) es una rareza de vida monótona. Un lugar incrustado en la isla de Borneo, sin guías que se dediquen exclusivamente a él. Donde los turistas recaen por curiosidad, a cuentagotas, de camino entre ciudades de Malasia —que lo rodea— y sin esperanzas de permanecer muchos días: con una mañana, la mayoría de las veces, les vale.

El viaje empieza y termina en la ciudad por donde camina Nikie, Bandar Seri Begawan, que alberga al grueso de los 420.000 habitantes del país entero. El resto corresponde a zonas verdes. La capital —si es que se le puede llamar así, teniendo en cuenta que no hay otras urbes que le hagan competencia— acumula sus atractivos en la zona del río: la mezquita del Omar Ali Saifuddin, de un arte musulmán tan moderno que recuerda a unos grandes almacenes; el museo de Brunéi, con un apartado dedicado a los regalos que han entregado los mandatarios de todo el mundo al sultán en sus visitas; una cascada en un parque artificial de recreo, y un suburbio flotante de trabajadores al que se refieren como «la ciudad en el agua».
¿Qué más? Sí, también te pueden llevar a The Empire Country Club, el hotel más grande del país, lleno de lujos, piscinas a pie de playa y con el permanente hilo musical de un pianista en el vestíbulo. O al cercano parque Jerudong, con atracciones de feria, minigolf y juegos de luces en las fuentes. Todo extremadamente limpio, con personas amables y sin rastro de pobreza. Justo es decirlo.

Conviene adelantar que con cualquier salida de tono, la bondad del sultán se desvanece: la ley incluye lapidación a mujeres por adulterio, desmembramiento en caso de robo, pena capital por blasfemias o difamaciones a Alá (que, a pesar de estar legalizada, no se lleva a cabo desde 1957) y flagelación por el aborto. Decisiones que “vulneran gravemente los derechos humanos”, según la delegación de Asía-Pacífico de Amnistía Internacional, y que hacen que, salvo la económica, las libertades de expresión, agrupación o elección democrática suspendan con creces en el último informe anual de Freedom House, de 2016.
El nivel de vida, se percibe, es alto. Salvo por el citado poblado flotante, con casas de madera entre canales de agua turbia, en el resto del país se ven casas decentes, gente despreocupada y tiendas con precios europeos. La moneda es el dólar de Brunéi, de valor idéntico al dólar de Singapur: un euro equivale a cerca de 1,5 dólares de Brunéi. No hay más que hacer un rastreo de hoteles para darse cuenta de que no es un sitio barato: las camas no bajan de 20 euros la noche. Comer puede salvarse por cinco y los citados «lugares de interés» son gratuitos.
«Gano unos 3.200 dólares al mes porque llevo 15 años ejerciendo. Empecé con 1.800. Y aquí no se pagan impuestos salvo por los coches y el tabaco», cuenta Nikie, que en día y medio ha intercalado un BMW y un Audi para sus paseos. Además de estas ventajas fiscales, el arroz está subvencionado (10 kilos de ‘jasmine’ salen a unos 8 euros) y las prohibiciones que pesan sobre la sociedad impiden un gasto considerable: no se permite fumar en ningún espacio público, el consumo y la venta de alcohol están penados, cualquier acto impúdico (y en esto incluyen la homosexualidad) es severamente castigado y las festividades han de ser sólo las relacionadas con el calendario que marca el Corán (el año pasado prohibieron —único país junto a Somalia— las Navidades).

Total, que lo que queda es trabajar y meterse en casas. También hay bares, claro. Pero de té y comida típica. Alguna peluquería, algún puesto y poco más de diversión. En el polideportivo nacional, recientemente construido y de instalaciones impolutas, decenas de jóvenes echan la tarde nadando en su piscina olímpica. Un par de trampolines animan la escena. Al cerrar, muchos se prestan a llevarte donde sea en coche: no hay apenas transporte público y la gasolina, principal fuente de ingresos del país, cuesta en torno a 35 céntimos el litro. Ecuación infalible para el auge del vehículo privado.
«Vienen de Tailandia, de Indonesia, de Filipinas… De mucho sitios. Aquí tenemos trabajo y buena calidad de vida», afirma Nikie sobre la inmigración, que —según datos de Unicef— en 2013 alcanzaba la cifra de 10.777 personas. Y en lo referente a la calidad, lleva razón en términos numéricos: la esperanza de vida es de 78,5 años y la tasa de alfabetización supera el 95% en adultos. «Nuestro sultán es muy cercano a la gente, se acerca a dar la mano sin escoltas», argumenta Nikie, obviando algunos desmanes que le alejan de lo que cualquiera podría considerar el pueblo llano.
Por ejemplo, que Hassanal Bolkiah no puede equivocarse nunca. Ni «como persona privada» ni «en su capacidad oficial». Así lo dice, tal cual, la Constitución firmada en 1959, aún vigente. Sus propiedades, además, no se corresponden a nada de lo que pueda presumir un ciudadano normal. Su mansión ocupa 200.000 metros cuadrados. Cuenta con 1.888 habitaciones, 250 baños y salones con capacidad para 5.000 personas. En ellos celebra de vez en cuando unas fiestas a las que no han faltado actrices como Faye Dunaway o Pamela Anderson y cantantes como Mariah Carey. Según Georgina Higueras, corresponsal en Asia para la agencia EFE y EL País, solo la Ciudad Prohibida de los emperadores chinos es más extensa. Y ni aun así se acercaba a los fastos desorbitados del sultán, que atesora más de 5.000 coches de alta gama.
¿Cómo ha podido acumular tanta riqueza? La clave del país es el beneficio que obtuvo (y mantiene) con la exportación de petróleo. En 1973, con la crisis del crudo, los precios se multiplicaron y él se hizo multimillonario. Ese poder económico se fue transformando poco a poco en político, asumiendo los cargos de jefe de Estado, primer ministro y ministro de Defensa en 1984. Antes ya intermediaba entre asuntos de diplomacia externa, controlaba los medios y otros asuntos del interior y ocupaba los primeros puestos de la lista Forbes de personas más ricas del planeta.

En 1997, con la devaluación financiera asiática (iniciada en Tailandia y considerada la «primera gran crisis de la globalización»), perdió gran parte de su fortuna, que ahora se calcula en torno a 14.300 millones de euros. Los tejemanejes de sus pagos se destaparon cuando destituyó a su hermano, el príncipe Jefri Bolkiah, en el año 2000. Entonces se pudo saber que el sueldo de sus empleados era de hasta 10,4 millones de euros a su ama de llaves, 8,3 millones a sus encargadas de relaciones públicas, 1,6 millones a su profesor de bádminton o 62.600 euros al cuidador de sus pájaros exóticos, tal como publicaba El País tras una revelación del diario inglés The Independent.
Nikie ni siquiera sospecha de esos salarios cuando mira a uno de los 100 caballos del sultán. Entre sus mascotas también hay dos tigres blancos y un elefante. «Los cuida muy bien porque es muy bueno», repite el profesor estatal. Su opinión no se sale de la norma. Isabel Valle, coach personal española que reside en Tailandia y organiza cursos por todo el sudeste asiático, resalta la buena imagen del mandatario entre los ciudadanos y explica que casi todos trabajan para el gobierno, requisito para obtener las mencionadas ventajas sociales.
«Vivía a dos minutos del palacio del sultán y lo veía casi a diario porque conduce su propio coche y saluda a todo el mundo», destaca la preparadora ejecutiva y de liderazgo, nacida en Villahermosa (Ciudad Real). «La gente en Brunéi es encantadora. Y el país es, en general, muy pacífico. Casi todos han salido al extranjero a estudiar, pues el gobierno lo subvenciona al 100%, así que son personas muy abiertas de mente, que han visto mundo y muy fáciles de tratar», describe quien pasó cinco años y medio allí. «Debido al hábitat donde viven, tienen una naturaleza muy lenta y positiva: vivir en la jungla de Borneo tiene ese efecto en casi todos».
La imposición de la sharia o ley islámica, que entró en vigor en 2014 por orden del Ministerio de Asuntos Religiosos, no ha cercenado la «creatividad, decisión y cultura de salud y bienestar» que están asumiendo los jóvenes, según Valle. «Mientras respetes, no hay problema ninguno», sostiene. Siguen siendo, eso sí, muy familiares, a pesar de haber prohibido festivos como la Navidad o el Año Nuevo chino. Lo demuestra Nikie organizando a media tarde una ceremonia de saludos y pastas junto a la mayoría de sus allegados. Allí, en un banquete con bufé de platos típicos, refrescos (nada de alcohol, claro) y trajes tradicionales, se percibe la tranquilidad del ocio comedido. Un tiempo libre en lo que, más que un país, parece un parque de atracciones con figurantes a cargo del sultán. Del que se oyen, también en el ágape, frases laudatorias como las del principio que recuerdan a otras épocas.

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