Amundsen tiene el gesto orgulloso esta mañana plomiza y fría. Está de pie, abrigado hasta las trancas y acompañado de sus cuatro compañeros de expedición con los que en diciembre de 1911 llegó al Polo Sur. Hace bien: el viento que llega del fiordo está cargado de alfileres. La escultura se llama 90 grados S y está en el extremo más oriental de la península de Bygdøy, en la ciudad de Oslo, un área especializada en museos, y, en concreto, en museos relacionados con el mar. Un gustazo para quienes un día soñamos que éramos vikingos en Constantinopla o la mano derecha de Nansen, Heyerdahl o Amundsen rumbo a lo desconocido.
Algunos metros por detrás de la espalda de bronce de los expedicionarios, tres hombres —estos, de carne y hueso— continúan la tradición marinera de Bygdøy encerrados en su taller. Llevo un buen rato maravillado con la nariz apretada contra el cristal cuando, desde dentro, un hombre bajo y robusto me saca del trance con tres golpes de nudillos en el vidrio. Al otro lado del ventanal veo una cara redonda decorada con barba blanca recortada, calva elegante y sonrisa ancha. El señor me hace indicaciones para que me dirija hacia la puerta. «¡Adelante, pasa! ¡Estamos construyendo un barco!».
Se llama John Douglas, es inglés, tiene 75 años, ojos de marino y manos de pelotari. Y efectivamente, en el centro de la habitación asoma la silueta de lo que, en un futuro, será un bote de unos cuatro metros de eslora y que de momento es sólo una base formada por cinco planchas de madera de pino ajustadas por infinidad de sargentos y mordazas, y sobre los que descansan varias hachas, metros, cuñas, martillos y un par de plomadas.
Douglas cierra la puerta detrás de mí, se ajusta las gafas y sigue hablando mientras camina en dirección a la embarcación. «Estos son Trond Svensson y Trolle Wasserfall». Al fondo de la sala otros dos septuagenarios levantan la vista y asienten con la cabeza. Uno está sentado en un taburete, perfilando a navaja remaches de madera; el otro, inclinado sobre una mesa, midiendo con un pie de rey las cuadernas de un modelo a escala. «Lo que ves aquí es un Holmsbu pram, un bote tradicional noruego de 1850».
En un viejo grabado enmarcado que reposa sobre una de las mesas de trabajo aparecen algunos de estos botes. Svensson me lo enseña: «¿Ves este? Eso es un Holmsbu pram». Me explica que durante un par de siglos, muchos noruegos usaron este tipo de nave a remos como embarcación de pesca. Solían tener entre tres y seis metros de eslora, casco redondeado, madera de pino para la cubierta, una pequeña nariz en la proa y tres planchas en el fondo que sustituían a la típica quilla.
Los tres abuelos se reúnen una vez a la semana para construir embarcaciones que ya nadie construye. Muchas, incluso, que ya nadie conoce. Ninguno de los tres se ha dedicado profesionalmente a la carpintería de ribera —Douglas fue capitán de mercante y profesor universitario de Economía Marítima; Svensson, editor de libros académicos; y Wasserfall, ingeniero—, pero a base de devoción y empeño han conseguido que el oficio no les quede grande. El taller de carpintería se encuentra pegado a un lateral del Museo Marítimo Noruego, entidad a la que pertenece. De entre las cerca de 20 personas que semanalmente acuden al museo para trabajar voluntariamente en diferentes áreas, Douglas, Svensson y Wasserfall son los únicos que dedican su tiempo a encerrarse en esta habitación de 30 metros cuadrados, acristalada y a pie de calle.
Aquí, además de invitar a entrar a todo curioso que clave la nariz en el cristal, se dedican a estudiar documentación antigua, a buscar las herramientas precisas y a devolver a la vida aquellas viejas embarcaciones que ya sólo aparecen en tratados navales, grabados antiguos y libros de Historia. Nutren de botes antiguos al museo, y este los expone en sus instalaciones o los cede a otras entidades que no tienen capacidad para construirlos. «Arqueólogos y profesores deciden cuál es el siguiente proyecto para construir», explica Douglas. «Después, nos toca a nosotros investigar por nuestra cuenta y empezar a construir bajo la supervisión del profesor Lars Stålegård». Según Douglas, el tal profesor Stålegård ha construido él solito cerca de 30 barcos. «Entra por la puerta, echa un vistazo al barco y me dice: John, eso está mal». Es como Noé pero sin túnica. Pericia divina.
El grado de autoexigencia es tal que hasta buscan las herramientas originales con las que supuestamente se construían las embarcaciones en el pasado. Y si ya no existen, las hacen. «Tenemos un experto en métodos de construcción tradicionales que viene cada semana con herramientas antiguas. Posee una colección enorme. Probamos cómo funcionan y si realmente coinciden con el período histórico del bote en el que trabajamos. No nos especializamos en un tipo particular de barco, sino en diferentes métodos tradicionales de construcción y en diferentes herramientas tradicionales».
En Noruega, no es difícil encontrar locos de los barcos como estos tres jubilados. La tradición marinera va adherida al espíritu escandinavo. Los barcos han sido una parte vital de sus sociedades. Desde hace mil años —cuando los vikingos se lanzaron a explorar el mundo montados en barcos de madera— hasta hace dos días —cuando Noruega copaba los titulares con sus hazañas expedicionarias a los polos— el destino de estos fornidos y fornidas rubiales ha ido emparejado a su destreza en alta mar. «El barco era una parte importante de la vida de la gente», me recuerda Douglas. «Todos construían sus propios botes, incluso los granjeros. Eran artesanos profesionales. Hoy, esa tradición ha desaparecido literalmente. Los museos, como este, intentan mantenerla viva. Queremos mostrar lo que era la actividad artesanal y no sólo un viejo bote en una sala del museo. Queremos decirle a la gente: esto se hace a partir de un árbol y así lo hacían en el pasado».
La idea del Museo Marítimo Noruego es seguir explicando la tradición de la carpintería de ribera a través de este taller, donde la puerta está abierta para todo aquel que quiera charlar un rato con los carpinteros. Cada miércoles, Douglas, Svensson y Wasserfall echan la mañana entre formones, gubias, garlopas y olor a viruta de madera. Riendo, charlando y callando. A intervalos y con paciencia. Ensamblando, desbastando y cepillando trozos de la historia marítima noruega.
Afuera, Amundsen y el resto de expedicionarios siguen con el gesto orgulloso.