Dos personas, una frente a otra. Una recibe 10 euros que puede repartir como quiera entre las dos, pero hay truco. Si el trato que ofrece el que tiene los 10 euros no convence a su compañero, los dos se quedan sin nada.
Bastaría con una oferta de 1 euro para que la persona que se sienta al otro lado de la mesa la apreciara como rentable: 1 euro es más que 0 euros. Pues bien, la razón tiende a toparse con el egoísmo. La mayoría de los individuos que han pasado por este experimento, repetido en innumerables ocasiones, rechazan cualquier oferta que esté por debajo de los 4 euros. O reciben la mitad o boicotean a su compañero, aunque les cueste dinero.
Esta pequeña —y lucrativa para los participantes— función teatral se conoce como el juego del ultimátum y sirve para demostrar que muchas veces los individuos se comportan en los mercados de manera irracional. La venganza es tan sólo una de las caras que adopta el egoísmo cuando el dinero aparece en la ecuación.
El dinero da algo que se le parece mucho a la felicidad. Con un buen sueldo se pueden conseguir cosas útiles, experiencias inolvidables y sueños convertidos en realidad. Por eso la obsesión del ser humano desde la llegada del capitalismo ha sido tener más y más, una circunstancia que además sirve para diferenciarse de los vecinos y creerse mejor que ellos.
Desde los colonos españoles en América hasta Donald Trump, los hombres se han caracterizado por su insaciable sed de dinero, por su eterna fiebre del oro. En muchas ocasiones los ricos son ricos por ser gente sin escrúpulos; al fin y al cabo, nadie se hace multimillonario con el sudor de su frente sino mediante engaños, atajos e información privilegiada. De ahí la imagen del Tío Gilito, un avaro excéntrico que goza cuando se zambulle en el dinero custodiado en su cámara acorazada.
Desde que el modelo soviético se derrumbó sólo quedan cuestionables experimentos socialistas en un puñado de países y el capitalismo se ha convertido en la divisa de la humanidad. Ahora sólo importa producir, ganar y gastar. Ese estilo de vida cambia a las personas, que por dinero con capaces de hacer cualquier cosa.
La ciencia ha demostrado en múltiples ocasiones que el dinero genera estragos en nuestro cerebro, cableado para ser egoísta y exigir siempre una cuota justa del pastel económico. Uno de los descubrimientos más relevantes sobre los estímulos que reciben los humanos en situaciones en las que el vil metal está de por medio es el que elaboraron varios científicos de la Universidad de Bonn, que se propusieron estudiar desde el punto de vista neurológico las reacciones a las situaciones de desigualdad.
Los investigadores teutones reunieron a varias cobayas humanas y las pusieron a completar unas sencillas tareas por las que recibían una remuneración. Cuando la segunda persona recibía el mismo sueldo por ejecutar el mismo trabajo todo iba bien, pero cada vez que los responsables del estudio repartían un salario diferente por el mismo esfuerzo había problemas, sobre todo si un individuo recibía menos que otro.
Ni uno solo de los sujetos que obtuvo una paga menor que su compañero quedó satisfecho con el reparto del dinero, como es lógico. Más que egoísmo es sentido de la justicia.
En el caso contrario es donde se vislumbra algo de humanidad, donde se puede atisbar que el dinero no envilece tanto como pensamos. Aunque a la inmensa mayoría (39 de 64) les dio igual cobrar más que sus compañeros, tan sólo 9 quedaron satisfechos con su paga extra. Por su parte, 16 de los sujetos consideraron injusto cobrar más y hubieran preferido un sueldo similar al de sus semejantes.
El egoísmo no está bien visto y, además, no siempre es la actitud más económica. Por mucho que los modelos de mercado siempre partan de la base de que los ciudadanos quieren lo mejor para sí mismos, la «teoría de juegos» ha demostrado en numerosas ocasiones que lo mejor es cooperar, aunque no nos apetezca.
El trabajo del matemático John Forbes Nash, retratado en el filme Una mente maravillosa (2001), sirvió para demostrar que cada uno toma las decisiones que más le convienen sin contar con los demás, como sucede en el dilema del prisionero. Dos reos se enfrentan a un interrogatorio de la policía, que quiere incriminarles; si uno confiesa y el otro niega el crimen, el delator se libra de la cárcel y el compinche acaba 6 años en la trena. Si los dos confiesan se quedan 3 años tras las rejas, mientras que si los dos lo niegan tan sólo se quedan 1 año a la sombra.
La mejor solución, en conjunto, es que los dos lo nieguen y estén tan sólo 1 año en la cárcel, pero como cada uno quiere salvar el pellejo lo que hacen es delatar al compañero. Eso les conducirá, sin embargo, a 3 años en el penal.
Este juego es tan sólo un ejemplo práctico de la importancia del egoísmo, un factor que los modelos matemáticos han de tener en cuenta. Como también demuestra el juego del ultimátum, el bien común es una quimera y lo único que importa es el dinero.
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