La belleza es tirana. Y hoy, más. “Nunca hubo más medios para purificarla, conservarla, reproducirla (…). Nunca su crueldad y su injusticia fueron también más patentes: miles de anoréxicas rogando morir, cientos de derrames en quirófanos en plena liposucción. Nunca la belleza mató más y nunca pagó tan poco por sus crímenes”.
Los sabios, los juristas y los sacerdotes antiguos advirtieron contra ella. Lo cuenta Rafael Gumucio en su libro Contra la belleza. “En los orígenes de las tres grandes religiones monoteístas las imágenes fueron prohibidas o reducidas a su mínima expresión”, relata. “En la historia del largo medioevo, la belleza es solo una actriz circunstancial, mucho menos importante que la bravura o la piedad. El culto a los bellos en que cayó con completo frenesí la antigüedad grecorromana era hasta el siglo XV universalmente descrito como una de las causas de su decadencia”.
El poder de la belleza vuelve, sin piedad, en el Renacimiento. En esta época se idolatra de nuevo la fuerza física, como lo hicieran griegos y romanos. “La peste quizás había acabado con demasiados cuerpos como para seguir despreciando sus placeres”, escribe el autor chileno. “Las abstracciones no habían salvado a los millones de infectados que dejaron a Europa vacía de imperios, dispuesta a volver a armarse. El capitalismo comercial tenía nombre y apellido, y también necesitaba rostros”.
“El más bello era el más poderoso, quizá porque el poderoso podía antes que nada comprar su propia belleza”, continúa. “Cada corte compró a su pintor como quien compra un castillo, un ejército, un país. Así, Francisco I de Francia no temió hacer de su apostura física un símbolo del tipo de gobierno que quería establecer. Lo mismo hicieron Lorenzo de Medici, Fernando de Aragón e incluso Enrique VIII”.
Miguel Ángel y Leonardo habían sido educados en un mundo escolástico en el que la belleza era un asunto moral. “Invisible y abstracta”, según Gumucio. Y por eso mismo a estos dos artistas “les importaba mostrarla justamente desnuda, hecha carne, sangre, cuerpo. Les importaba separar el cuerpo del individuo del cuerpo de la tribu. Crear hombres con cuerpos propios, con cuerpos bellos, con almas únicas. Su trabajo para los príncipes y los Papas no era solo un utilitarismo servil, sino que se basaba en una alianza profunda de propósitos e intereses. Confluía desde mundos diversos una misma visión del mundo desacralizada y luminosa. Sangre, muerte y guerra que terminarían al final con una paz perpetua y mejor, una Italia de alianzas, un nuevo imperio romano que por miles de años alejaría la oscuridad y la miseria”.
La belleza es política
El guionista y humorista considera que “la belleza era un programa político que prometía el gobierno de las verdades visibles sobre las mentiras invisibles de la religión y sus supersticiones. Borgia era a la política lo que Miguel Ángel era al mármol de Carrara: un creador de individuos, un sujeto con nombre propio”.
Leonardo, entre obra y obra, diseñaba armas de guerra para fortalecer “el poder de su amo”: Ludovico El Moro. Miguel Ángel bosquejaba los uniformes de los guardias papales. “La pintura y la guerra se aliaban para conseguir el mismo objetivo: un poder terrenal dominado por hombres de carne y hueso”.
Los dos artistas vieron cómo sus príncipes usaron las armas, uniformes y símbolos que diseñaron, cada uno, para matarse entre sí. “Italia invadida y dividida, el clero igualmente corrompido pero armado ahora de la Santa Inquisición, vieron cómo la belleza le daba a la injusticia un velo místico”, narra. “Porque la belleza nunca es justa ni igualitaria. Eso es lo que la hace tan preciada: que es una excepción, una gracia regalada por el capricho de un dios (…). Los propios artistas terminaron sus días secuestrados por sus mecenas: Francisco I en el caso de Leonardo, Julio II en el caso de Miguel Ángel”.
Esa belleza física que para Miguel Ángel fue la forma de “liberarse de una alienación” es hoy “la forma por excelencia de alienación contemporánea”. La que mató a Natalie Wood o James Dean. La que, según el escritor, obligó a tantos a morir como Jim Morrison o el Che Guevara. “El culto a la belleza le impone al rock, a la poesía, al cine, a la revolución, una máscara que no necesita un rostro verdadero detrás: el Che o Jim Morrison terminan como el puro afiche, distintas caras que cubren siempre el mismo poder. Lo que Rimbaud o James Dean tenían que decir queda acallado por lo que tienen que mostrar: la foto de un segundo, el cuerpo de una ficción, de una mentira que los mató justo antes de empezar a vivir”.
La belleza es fascista
“Lo que hace a la belleza tan peligrosamente fascista –no hubo político más preocupado por la estética que Musolini– es justamente que siempre es indiscutible”, escribe Gumucio. “La belleza es. No necesita decir nada más, no nos pide que digamos nada más tampoco. En los concursos de belleza, las misses hacen conscientemente menos, no dicen nada. No necesitan hablar ni actuar. Todo su arte consiste en caminar serias y mortales para encarnar al paso todas las posibilidades, los terrores, las necesidades que queremos atribuirles”.
La miss se exhibe. Sonríe. Responde a preguntas tontas. Y, además, reina. “Por eso concursa. Para recibir una corona y un cetro entre los brazos. Simboliza el poder de manera tan perfecta que carece por completo de él”.
La rebelión de la belleza
Pero la belleza se rebela ante la belleza y, frente a la apariencia exterior, se eleva la cualidad interior. La belleza interior es la insurrección ante “la tiranía de los bellos, una herramienta política, un mito de salvación”.
Decía Lévinas que la libertad nace de romper con la fatalidad de la historia, la genética y la geografía. “Somos libres porque podemos ser nuestros propios padres, porque somos dueños de nuestra propia belleza, de nuestra propia fuerza, de nuestra propia voluntad. Es esa libertad la que llevó a los judíos a separarse de sus amos egipcios, de su sociedad de imágenes: estatuas y pirámides gigantes, imperio de la belleza, una belleza que es siempre la otra cara de la fuerza”.
Sócrates enamoró al hermoso Alcibíades hablándole de la belleza espiritual. Negar el orden del estado y la belleza oficial lo llevó, en castigo, a acabar su vida con un trago de cicuta. “La belleza interior es así un atentado que rompe la convivencia mínima entre los que aceptamos que lo que vemos es y lo que no vemos no es. Nos hace creer que podemos ser bellos a nuestra manera, que podemos entonces ser libres a nuestra manera. Los dueños de su propia belleza hacen inviable la belleza de todos”.
Imagen de portada: La muerte de Sócrates, de Jacques-Louis David (Wikipedia.org)