El 28 de febrero de 1992 George Bush Sr. ordenó el lanzamiento sobre Bagdad del ‘Glory Boy’, una bomba de dos toneladas de peso cargada con arma química desarrollada meses antes por el Pentágono con el objetivo declarado de convertir en homosexuales a los soldados rivales, en este caso a la guardia pretoriana de Saddam Hussein, que había establecido un triple cinturón de protección en torno a la capital de Irak para proteger el régimen y a su líder, instigador de la invasión de Kuwait.
La prometida ‘Madre de Todas las Batallas’ —que hasta entonces había sido un paseo militar para el ejército de EE UU— entraba en su fase definitiva.
Las crónicas de la época relatan cómo en la decisión de utilizar ‘Glory Boy’ tuvo un peso determinante el empeño del general Norman Schwarzkopf, militar de intachable trayectoria heterosexual que estaba convencido de que una tropa afeminada es pan comido para un ejército viril como el que servía a sus órdenes.
Efectivamente, la llamada «bomba gay» desarboló eficazmente el ejército invasor. En pocas semanas cundió el desconcierto entre las huestes iraquíes que mostraron una súbita afectación y delicadeza, tanto entre sí como para con sus rivales kuwaitíes. Los cuarteles se convirtieron en una babilonia (nunca mejor dicho) y la estética leather se impuso entre la soldadesca, que ya contaba con el uso generalizado de otro famoso distintivo gay: el bigotón.
El éxito de la ofensiva fue jaleado de manera unánime por la prensa occidental. ‘Defeated by pink’, tituló The New York Times la mañana del 29 de febrero. ‘Saddam y sus secuaces salen del armario’, sentenció el diario El Mundo, un recién llegado a los quioscos.
Pero lo que no lograron anticipar los servicios de inteligencia de EE UU fueron los efectos colaterales del ataque, la madre de todas las patrañas. Ciertamente, el dictador iraquí fue uno de los afectados por la bomba gay, al igual que la cúpula del partido Baaz, columna vertebral del dominio suní en el país mesopotámico.
Todos ellos abrazaron su nueva orientación sexual con la fe del converso: Bagdad destronó a San Francisco y Madrid como capital arco iris del mundo y a finales de 1994 se publicó la primera fatwa de un imán carmesí, escisión herética del sunismo hetero (el de toda la vida), llamando al alzamiento de las ‘opciones sexuales reprimidas’ y a la proclamación de una República Gay de Irak, con Saddam como ‘reinona máxima’ (sic).
De pronto, el complejo puzzle geopolítico de Oriente Medio se fragmentó aún más, pues a las facciones tradicionalmente enfrentadas (laicos vs. religiosos, suníes vs. chiíes) se sumaron ahora sus respectivas escisiones gays. Los maricas chiíes organizaron las Brigadas Carmesíes para luchar contra sus antagonistas sarasas del Baaz. Lejos de mostrarse tibios en la lucha, como había pronosticado Schwarzkopf, los combatientes gays aunaron la fiereza del yihadista con la perfidia de la marica mala. ‘Una combinación temible por imprevista’, asumía un informe de la CIA fechado en 1998, cuando la euforia inicial de la victoria ya había tornado en estupefacción.
A principios del nuevo siglo la situación prebélica se había estabilizado: el Baaz Gay controlaba el centro y el sur del país, incluyendo toda la zona petrolera, mientras los disidentes heteros del régimen se hicieron fuertes en el Kurdistán, apoyados por la teocracia saudí que condenaba la deriva homosexual de su vecino como ‘un Sodoma y un Gomorra que ofendían a Alá’.
La división también cundió entre el movimiento LGTB occidental. Mientras los más posibilistas celebraron el advenimiento de la nueva República Gay de Irak como un signo inequívoco de la derrota del heteropatriarcado y convirtieron Bagdad y su reputado Desfile Gay en un nuevo Sitges, el sector crítico se oponía con decisión a un movimiento ‘ultramontano y castrador’ que pretendía imponer la ley islámica (sharia) en Mesopotamia. ‘Gay, pero sharia’, resumía el activista español Pepón Nieto, cabeza visible de los disidentes.
El 22 de mayo de 1999 el presidente Bush se dirigió en estos términos en un histórico discurso a la nación: «Hemos jugado a ser Dios. Impelidos de una arrogante imprudencia abrimos la Caja de Pandora y ahora nos vemos arrastrados por el huracán de la Historia». Minutos después, anunciaba su dimisión irrevocable y enterraba para siempre el Proyecto Open Closet.