Breve guía para dejar de estar tan enamorado de tu ideología

identidad política

Un estudio de 2021 sugiere que los mensajes que ridiculizan a los oponentes políticos —aquellos que los caricaturizan, los denigran o los deshumanizan— tienen mucha más probabilidad de ser compartidos que los mensajes que celebran valores positivos hacia el propio grupo, como el orgullo, el amor o la fraternidad. En otras palabras, en el mercado emocional de las redes, el odio cotiza más alto que la esperanza.

Esta tendencia no es nueva, pero sí se ha agudizado. Para muestra, un botón: en 2008, los estadounidenses eran ocho veces más proclives que en 1960 a considerar que los miembros del partido contrario eran menos inteligentes, y más del doble de propensos a percibirlos como más egoístas.

No estamos, por tanto, ante un simple desacuerdo racional entre posturas distintas, sino ante una creciente aversión afectiva, una suerte de repulsión moral que opera como una grieta en el suelo común.

Y he aquí la aparente paradoja: aunque la polarización política se ha intensificado, los votantes, en términos generales, no se han vuelto ni más extremistas ni más consistentes en sus ideologías. ¿Cómo es posible, entonces, que las trincheras se hayan cavado más hondas si el contenido de las ideas no se ha radicalizado en la misma proporción?

La clave estriba en comprender que el partidismo contemporáneo no se fundamenta tanto en posiciones políticas sustantivas como en identidades. Como sostienen Clark y Winegard, los partidos han adoptado la lógica de las tribus: símbolos de pertenencia, fronteras emocionales, lenguajes secretos y enemigos comunes.

Liliana Mason exploró este fenómeno en profundidad y demostró que lo que verdaderamente separa a los ciudadanos no son sus posiciones sobre políticas públicas concretas, sino la identificación visceral con un bando. No se trata de qué se piensa, sino de con quién se piensa.

Su estudio concluyó que las etiquetas progresista o conservador funcionan como estandartes tribales más que como descriptores ideológicos. Muchos votantes adoptan la estética del ideólogo sin haber interiorizado una lógica ideológica coherente. Como quien se pone un uniforme sin conocer la doctrina que representa.

Más aún, Mason subraya un hallazgo replicado una y otra vez: la mayoría de los votantes sostienen lo que la ciencia política denomina «actitudes sin restricciones», esto es, posturas sueltas y desconectadas que no obedecen a un sistema ideológico compacto. La gente no es coherente con sus ideas, sino profundamente contradictoria. Sus ideas acostumbran a coleccionarse sin demasiado criterio.identidad política

El partidismo, en este contexto, actúa menos como brújula racional que como espejo identitario. No dice «esto creo», sino «esto soy». Y si yo soy esto, el otro deviene el otro, en el sentido más visceral del término: el que amenaza mi pertenencia, mi tribu, mi reflejo.

Así, el discurso político se transforma en un ritual de afirmación grupal más que en una deliberación racional. Como si estuviéramos menos en una polis ateniense que en una arena romana, donde lo que se disputa no es la verdad sino la fidelidad.

Una puerta a la esperanza

La mayoría de los votantes estadounidenses no solo carecen de principios articulados detrás de sus posturas sobre temas específicos, sino que muchas veces ni siquiera conocen cuál es su postura hasta que escuchan la posición que adopta su grupo partidario. Es como si, en vez de pensar y luego elegir, primero eligieran un equipo y luego adoptaran sus pensamientos por ósmosis emocional.

Un estudio de Geoffrey Cohen ilustra con precisión este fenómeno. En lugar de evaluar una política pública por su contenido, los participantes evaluaban su mérito en función de quién la promovía. En el caso concreto de las políticas de bienestar social, la afiliación partidaria del proponente fue un predictor mucho más potente de la aprobación que las características sustantivas de la propuesta misma. Los sujetos, en esencia, no sabían lo que pensaban hasta que les decían quién debía pensar qué.

Yphtach Lelkes, en un análisis longitudinal, encontró que esta dinámica persiste en el tiempo: el aumento de la polarización afectiva —es decir, la animadversión visceral entre votantes de partidos opuestos— no se explica por un incremento en la coherencia o intensidad ideológica. De hecho, este fenómeno favorece que muchos ciudadanos que apenas discrepan en cuestiones políticas concretas se detesten con entusiasmo.

Esto nos conduce a una conclusión tan paradójica como liberadora: la inconsistencia ideológica no es un defecto del votante común, sino una pista hacia su posible redención. El hecho de que la mayoría de las personas mantengan posturas inconexas sugiere que no están atadas a un dogma estructurado, y eso, en tiempos de tribalismo ideológico, puede ser una ventaja inesperada.

La danza del debate moral

En el terreno crispado del debate partidista, hay un fenómeno tan habitual como inadvertido: cada bando, con no poca elocuencia, se deleita en señalar las incoherencias morales del contrario. Y lo más significativo es que, a menudo, ambos tienen razón. La lógica del adversario, al ser examinada con lupa, muestra fisuras que parecen evidentes… desde fuera.

Tomemos el debate sobre el aborto y la pena de muerte, uno de los campos más fértiles para este cruce de acusaciones simétricas. Los defensores del derecho a decidir suelen subrayar la paradoja de quienes se dicen provida, pero apoyan la pena capital: ¿cómo es posible —preguntan con razón aparente— que se defienda con vehemencia la vida de un no nacido y, al mismo tiempo, se avale la ejecución de una persona viva, aunque haya cometido crímenes?

Pero el espejo se da la vuelta sin romperse. Los defensores de la vida, a su vez, replican que hay algo igualmente desconcertante en oponerse a la pena de muerte —por el principio de la inviolabilidad de la vida, incluso la de criminales confesos—, mientras se respalda la legalidad del aborto, que termina con vidas incuestionablemente inocentes. ¿Cómo sostener que es inmoral ejecutar a un culpable, pero admisible eliminar a un inocente?

Ambas posturas, al señalar las grietas de la otra, exhiben una capacidad persuasiva notable. Cada argumento, en su contexto, parece inapelable. Pero esa misma simetría nos revela algo más profundo: estamos ante una coreografía de contradicciones cruzadas, en la que cada lado actúa como espejo deformante del otro.

Cuando los defensores del derecho a decidir argumentan que el sistema penal ha ejecutado a personas inocentes, sus contrapartes responden que el aborto elimina únicamente a inocentes. Así, en esta danza de razonamientos, lo que se presenta como inconsistencia moral termina siendo replicado con otra inconsistencia igual de eficaz. La fuerza del argumento no proviene, entonces, de su coherencia interna, sino del modo en que expone la fragilidad del otro.

Uno de mis filósofos contemporáneos predilectos, Michael Huemer, ha examinado esta idea con otros ejemplos. En particular, propone el caso de quienes abogan con pasión por los derechos de los animales y, al mismo tiempo, defienden sin reservas el acceso irrestricto al aborto. Esta combinación de posturas —que, a primera vista, parecería contradictoria— no solo es común, sino que está empíricamente documentada.

La paradoja surge de la lógica interna que guía la defensa de los derechos animales: si es justo extender la preocupación moral hacia seres que son biológicamente menos complejos y menos sensibles que los humanos —por ejemplo, ciertos insectos o moluscos—, cabría esperar que dicha sensibilidad se extendiera también hacia los fetos humanos, cuya complejidad biológica y potencial de desarrollo son considerablemente mayores. Y, sin embargo, ocurre lo contrario: quienes se niegan a consumir miel para evitar el daño potencial a las abejas suelen ser, estadísticamente, más proclives a respaldar el aborto electivo de embriones y fetos humanos.

Huemer no emite un juicio normativo sobre la validez de ninguna de las dos posturas; no se trata aquí de afirmar que una sea errónea o la otra irracional. La cuestión, más bien, es de coherencia lógica. ¿Cómo se justifica que se defienda con ardor la vida de seres cuya capacidad de sentir es mínima, y se minimice al mismo tiempo la relevancia moral de una vida humana incipiente? No es que esta combinación sea imposible de justificar, pero sí resulta llamativo lo poco que se intenta hacerlo con argumentos de fondo.

Porque, al observar esta yuxtaposición de juicios morales aparentemente en conflicto, se hace difícil evitar una conclusión inquietante: que estas posiciones no han sido fruto de una reflexión ética rigurosa y aislada sobre cada tema, sino más bien de la aceptación casi refleja de un paquete ideológico preempaquetado —un menú fijo servido por las cocinas partidistas del momento. No se escoge el plato, sino el bando; y luego se digieren sus recetas sin demasiada indigestión conceptual.

Pensar más allá del emblema

Una de las verdades más incómodas del análisis político contemporáneo es también una de las más necesarias de asumir: tu partido —ese con el que quizá te identificas, al que defiendes, cuya retórica repites— no opera como un sistema filosófico coherente ni como un compendio racional de principios éticos. Más bien, como señalan Voelkel y Brandt, actúa como un grupo de identidad social.

Su objetivo no es la verdad, ni siquiera la coherencia interna; su meta es la cohesión del grupo y el poder que esta le otorga. En virtud de ello, agrupa temas que no necesariamente guardan conexión conceptual alguna, pero que sirven estratégicamente a sus fines. La plataforma partidista no es una brújula moral, sino una pancarta tribal.

Por esta razón, cuando te enfrentes a una cuestión nueva —una política emergente, una reforma poco conocida, una propuesta técnica—, lo más sabio es abordarla como lo haría un escéptico informado, no como un cruzado doctrinario. Trátala como una hipótesis empírica, no como una extensión automática de tu fe partidista. Es decir: considera la probabilidad previa como modesta y abierta a revisión, en lugar de proyectar sobre ella una convicción heredada con la certeza de quien ya ha decidido sin haber evaluado.

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Es precisamente esta extrapolación —esta transferencia automática de la ortodoxia partidista a terrenos vírgenes— la que produce el sesgo más insidioso del que hemos venido hablando: el «sesgo de mi lado» que no nace del razonamiento, sino del reflejo. Se transforma así en una especie de superstición moderna: creer algo no porque lo hayamos pensado, sino porque es lo que se espera que creamos.

Piénsese, por ejemplo, en las Cuentas de Ahorro para la Salud, o en la eficacia de las escuelas concertadas. ¿Cuál es la probabilidad de que un ciudadano informado tenga opiniones firmes y bien fundamentadas sobre estos temas técnicos, independientemente de su afiliación partidaria? Muy baja. Sin embargo, millones de personas mantienen posturas tajantes al respecto, no por haber examinado los datos, sino por haberse alineado emocionalmente con un bloque ideológico que ya decidió por ellas.

Frente a esta dinámica, la salida no es la indiferencia ni el cinismo, sino la conciencia crítica. Pensar por uno mismo exige valentía: la valentía de disentir del propio grupo, de soportar la incomodidad del matiz, de no tener opinión formada aún. Requiere desmontar la ilusión de que nuestras creencias políticas son fruto exclusivo de la razón, cuando muchas veces son simplemente el eco de una tribu a la que queremos pertenecer.

Por tanto, si deseas escapar del «mal sesgo de mi lado», comienza por una forma de humildad epistémica: no heredes convicciones, ponlas a prueba. No repitas lemas, cuestiona sus premisas. No confundas coherencia partidista con coherencia moral. En última instancia, el pensamiento independiente no consiste en rechazar todos los bandos, sino en negarse a pensar con piloto automático.

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Patrick Thomas

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