Hay quien ve letreros y quien ve metáforas. A unos se les llamará prácticos. A otros, soñadores. Pero, ¿no es más bonito adivinar formas en las nubes que sospechar de la lluvia? Si se tuviera que enmarcar a Paula López y Mariluz Villegas en alguno de estos grupos, sin duda sería en el segundo. No solo porque se intuye que aún hilvanan estrellas del cielo para crear dibujos, sino porque se sabe que su empresa no es un negocio: es una filosofía.
Lo cuentan con la ilusión intacta y un optimismo difícil de encontrar en el silencio quebrado de cada amanecer. A punto de celebrar su primer aniversario, Campo a través sigue repartiendo alegría a sus fundadoras. Esta «microheladería trashumante», como la definen (ajenas a un marketing que tiende al vocabulario anglosajón), es el proyecto vital de dos chicas que quizás se imaginaban en otro lugar, lejos del pastoreo y la ganadería. Ahora, sin embargo, tienen un local en San Lorenzo de El Escorial, en la sierra de Madrid. Y elaboran diferentes tipos de lácteos recogidos en montes cercanos que ya no son su destino, sino su punto de partida.
«Yo había estudiado Filosofía y Comunicación Audiovisual. Siempre pensé en escribir, dedicarme al cine… Vivir de las palabras», comenta López, una de las máximas responsables. Durante un último tramo de sus 31 años, trabajó frente a un ordenador, en una rutina cómoda pero inerte. Hasta que, en 2020, decidió matricularse en la Escuela de Pastores de Guadarrama. Lo hizo «un poco por intuición», empujada por un impulso que tenía que ver con su infancia entre montes, plantas silvestres y caminos de tierra: «Mi madre tenía una casa en Peguerinos, Ávila, y esas vivencias de niña se habían quedado ahí, dormidas. Sentí que tenía que volver».

Aquel curso, más que enseñarle a cuidar animales o cuajar el queso, le cambió la mirada. Descubrió el peso simbólico de un oficio antiguo y la desconexión urbana con la naturaleza. «Vi las problemáticas del sector, la falta de relevo generacional, el abandono del campo. Pensé que desde nuestra formación, desde otra sensibilidad, podíamos aportar algo distinto», añade.
Esa idea germinó en Campo a través. Primero fue un experimento doméstico: fabricar helados con leche de cabra y venderlos de forma casi clandestina a vecinos y amigos. «Los hacíamos en casa, con la leche que conseguíamos de un pastor de la zona. Era una especie de prueba de resistencia», cavila. Cuatro años después, el ensayo se transformó en una heladería con nombre propio, donde cada cucharada condensa una declaración de intenciones: recuperar lo artesanal, reivindicar el producto local y demostrar que lo rural puede ser, también, un espacio de innovación.

«Siempre decimos que Campo a través no es solo una heladería. Es un proyecto que parte del helado, pero se expande hacia muchas otras cosas: fermentos, yogures, kéfires, pastelería, investigación, recuperación de legados antiguos y revalorización del mundo rural…», enumera López. En su pequeño laboratorio trabajan con leche de cabra del Guadarrama, una raza autóctona en peligro de extinción que sobrevive en apenas unos pocos rebaños madrileños. El pastor, Mario, es parte esencial del proyecto. «Encontrarle fue una suerte. Trabaja en pastoreo cien por cien extensivo: las cabras se alimentan del monte, sin estabularse. Es justo la forma de ganadería que queríamos defender», indica.
Su elección no fue casual. «Siempre me han fascinado las cabras», dice López, como si saber de especies caprinas fuera un hobby más. «Pero, aparte del amor por el animal, comprobamos que su leche tiene unas cualidades extraordinarias: es más rica en calcio, tiene menos lactosa y su sabor es infinitamente más complejo. La leche de vaca es amable, plana; la de cabra es expresiva, tiene matices, capas». En helado, arguye, se traduce en una textura y una profundidad de sabor que no se consiguen con otros tipos.
Pero no todo es el resultado. Para levantar el negocio, antes tienen que levantarse ellas. Y muy temprano.Tres días a la semana, a primera hora, suben a la sierra a por la leche recién ordeñada. «A las ocho ya estamos de vuelta con la cántara llena. Empezamos el día con los fermentos, los yogures y los kéfires. Luego mantecamos los helados», ilustra. La tienda abre de miércoles a domingo durante ocho horas, pero su jornada traspasa las doce: «Son muchas más que antes, pero somos más felices. Esta vida exige otra medida del tiempo». Colaboran, además, con el Instituto del Frío (ICTAN), dependiente de la Universidad Complutense.
Llevan a cabo un estudio sobre la calidad bacteriana de sus yogures. «Queremos recuperar fermentos vivos, de verdad. En muchos yogures comerciales las bacterias ya ni existen. Lo que vendemos como probiótico a veces es solo una etiqueta”. El romanticismo del proyecto, sin
embargo, no elimina su dureza. “Emprender en el campo sigue siendo complicadísimo», resopla López.
«Nosotras no teníamos ahorros y ningún banco quería apostar por una heladería de leche de cabra en la sierra. Hasta que encontramos FIARE, una banca ética que solo financia proyectos medioambientales o sociales. Gracias a ellos pudimos arrancar», apunta, viajando a esos principios precarios en los que se masticaba el vértigo. «Teníamos miedo de que la gente no quisiera pagar por un producto artesanal, que buscara lo barato y rápido. Pero fue todo lo contrario: descubrimos que existe un deseo enorme de consumir cosas auténticas, hechas con cuidado», sopesa.
El problema, agrega, «no es solo el mercado que a veces ahoga los espacios de intercambio tradicionales y se carga las redes locales, sino la falta de manos dispuestas a mantener la artesanía».
«Las nuevas generaciones no se imaginan siendo alfareros o pastores, sino trabajando del mundo digital y es un problema la falta de interés que hay hacia los oficios del campo», sentencia. Las expectativas se desbordaron: hoy, Campo a través emplea a cuatro personas y planifica actividades más allá del mostrador. «Para ser el primer año, es una locura. Vivimos de esto», valora.

Aparte, han forjado una pequeña economía circular: con la leche que ordeña Mario ellas elaboran sus productos; los fermentos se cultivan en su obrador; los residuos sirven de compostaje; la fruta y verdura proviene de proyectos ecológicos regionales; las cartas de cata de vino y queso se organizan con productores de la zona. Nada se desperdicia, nada se industrializa: «Queríamos que el helado fuera una excusa para contar otra historia: la del campo como un lugar de creación, no de atraso».
«Queremos que la palabra pastor se entienda como un oficio digno, sostenible y necesario. Que haya relevo generacional. Si nadie cuida del monte, se seca, se incendia, se pierde», analiza López. Su visión no busca idealizar el campo, sino devolverle centralidad. «El problema es que durante décadas se ha hablado del mundo rural con un tono derrotista, como si fuera un espacio condenado. Y claro que las condiciones son duras y los salarios bajos, pero también hay belleza, conocimiento, poder de transformación… Y nosotros, como sociedad, podemos ayudar a devolverle el lugar que merece y revalorizarlo», indica. Por eso insisten tanto en la manera de contar las cosas: «Si comunicas el campo desde la queja, generas lástima. Si lo comunicas desde la alegría, generas deseo. Para nosotras el oro de hoy en día está en la tierra y nos asombra que tan poca gente lo vea».
Esa mirada ha cambiado, al menos un poco, en los últimos años. La pandemia, la crisis climática y el encarecimiento urbano han empujado a muchas personas a replantearse su relación con el territorio. «Desde 2020 hemos visto una pequeña revolución silenciosa», sostienen, «hay quien vuelve al pueblo, quien emprende un proyecto agroecológico, quien empieza a valorar lo local. No es una moda: es supervivencia». En su caso, la heladería se ha convertido en un pequeño ecosistema.
Cada producto tiene detrás una historia. El helado de fresa con albahaca se elabora con fruta de temporada de Tierra Campesina, unos agricultores jóvenes cercanos que comparten su misma filosofía. El de miel y tomillo, con plantas recolectadas en los caminos de la sierra. El de yogur natural se hace con su propio fermento madre, que alimentan como si fuera una mascota. «La gente piensa que hacemos helado, pero lo que hacemos es cuidar un ciclo: de la cabra a la cuchara», expresa López, que incide en el respeto por el proceso y la materia prima: aquí no hay colorantes, ni aditivos, ni fórmulas replicables. Cada lote es distinto, cada temporada cambia.
Y puede que, por eso, Campo a través tenga más de fábula que de marca. Porque es una historia sobre el retorno. Sobre cómo lo rural puede ser también vanguardia si se le devuelve la atención que merece. Ellas lo han hecho. Han dejado de lado —no todo va a ser brillantina— el ocio y las relaciones sociales, han batallado con burocracias asfixiantes y han insistido para que las escuchen en los despachos. Les da igual: con perspectiva, gana la felicidad de hacer lo que les gusta. Aunque habrá quien las tache de soñadoras. Será el mismo que vea rótulos en lugar de literatura.






