Este es el título con el que los describió Vance Packard en su libro del mismo título. Los redactores publicitarios nacieron en EEUU tras la segunda guerra mundial bajo un nombre que luego se extendería por todo el mundo: copywriters.
Los más brillantes pasaron a la historia porque la mayoría de ellos fundaron sus propias agencias y, todavía hoy, sus nombres siguen impresos en la puerta de las mismas.
Lo que aquellos copys crearon fue un oficio. Un oficio artesanal con sus reglas y sus trucos que se fueron depurando a través del tiempo. Por supuesto, cada anuncio debía tener su propia personalidad, pero algunas reglas se respetaban casi siempre.
En la publicidad gráfica, que era la más utilizada entonces, la inmensa mayoría de los anuncios se componían de cuatro partes: el titular, la imagen, el cuerpo de texto, y el eslogan.
Los mejores titulares eran los que conseguían llamar la atención por sí mismos o por su relación con la imagen. Apoyándola, contradiciéndola o aclarándola, según cada caso. Por ejemplo, el caso del whisky Chivas, que mucha gente entonces opinaba que se tenía en casa tan sólo para presumir, quiso cambiar esa percepción con un anuncio que mostraba su botella completamente vacía con el siguiente titular: «Si usted cree que este whisky se compra por su botella, intente vender esta».
Otro caso célebre de aquella época fue el de la campaña contra la Asociación del rifle. Esta asociación invirtió mucho dinero para apoyar el derecho de los americanos a comprar armas. Los que estaban en contra de dicho derecho contaban con muy poco presupuesto, así que tan sólo pudieron hacer un cartel.
Pero se lo encargaron a un famoso copywriter que incluyó en el mismo la foto de una pistola apuntando a la cámara (es decir, a la persona que miraba el anuncio) con el siguiente titular: «Ok, Asociación del rifle, ahora míralo desde nuestro punto de vista».
La construcción del cuerpo de texto (o bodycopy) era también todo un arte, pues su redacción exigía enganchar al consumidor desde la primera línea e impedir que dejara de leer hasta el final del mismo. Un ejercicio de síntesis y persuasión, todo en uno.
Y finalmente el eslogan. La frase final, el cierre, cuyo objetivo era dejar un último mensaje a modo de moraleja, pero que al mismo tiempo fuera lo suficientemente memorable como para que ayudara a retener el nombre de la marca y su principal atributo.
Todo esto puede sonar ahora muy anticuado, pero lo cierto es que aquellos redactores de anuncios fueron los que crearon la base de toda la redacción publicitaria que se sigue utilizando hoy en día, incluida la de las redes sociales.
Hace muchos años, un joven copywriter escribió en una especie de poema sobre la redacción de aquellos anuncios. Fue su forma de contar las reglas del juego intentando, al mismo tiempo ponerlas en práctica:
El titular es reclamo.
El eslogan reclama.
El titular quiere que vengas.
El eslogan, que no te vayas.
El titular detiene.
El eslogan retiene.
Es un baile.
Una danza.
Una historia de amor.
El titular destaca.
El eslogan ataca.
El titular admira.
El slogan te mira.
Y en el medio
el remedio.
El texto pretexto.
La coartada animada.
El discurso recurso.
Ese es el juego.
Cogerte por fuerte.
Sujetarte por arte.
Cada uno en su estilo.
Inteligentes o inteligibles.
Juguetones.
Traviesos o aviesos.
Transgresores.
Lo que cuenta es la Cuenta.
El ser es vender.
Conviene recordarlo.
Conviene olvidarlo.
Ese es el drama
del redactor.
Corazón con neuronas.
Corazón con razón.
Toda una vida escribiendo
sin ser jamás escritor.
Todo un silencio escuchando
detrás del televisor.
Cada anuncio un pronuncio.
Un grito de auxilio
al consumidor.
Cada anuncio un renuncio.
Algo que calla
el rotulador.
Lo que cuenta es el ritmo.
La comba.
La flauta de Hamelin.
Lo que cuenta es la forma.
El decir del decir.
(Diecinueve encontró Cyrano en
una sola nariz).
Lo que cuenta es cogerte.
Por fuerte.
Sujetarte.
Por arte.
Pues si llegaste
hasta esto,
hice un texto.
Si te cansaste,
si te aburrí,
no hay textura.
Ni color.
Ni tan siquiera
buena pluma
de redactor.