No te obsesiones con esas chimeneas fabriles que vomitan al aire humos pestilentes, amarillentos y negros, y tampoco con las sucias tuberías que arrojan inmundicia sobre los ríos. Los blanquísimos hospitales con sus quirófanos inmaculados, sus guantes de látex y sus gasas esterilizadas contaminan tanto como la industria en algunos países, contribuyen a que sus propios pacientes enfermen de cáncer y alimentan unas emisiones de dióxido de carbono que perjudican el desarrollo de los niños.
Estas conclusiones dejan una sensación de incredulidad tremenda y ponen a la defensiva a cualquiera que se haya beneficiado alguna vez del buen hacer de un médico. Es decir, a todos nosotros. Y Gary Cohen, que es quien las ha estudiado durante años antes de afirmarlas a viva voz, lo sabe, lo disfruta. Hasta parece sugerir: avísame cuando haya terminado tu mecanismo de negación, tengo muchas cosas que contarte.
A él también se le rompieron los esquemas en 1995 cuando la Agencia Medioambiental de Estados Unidos (EPA) señaló a los hospitales como las principales fuentes de emisiones tóxicas del país. La culpa era, principalmente, de las incineradoras que se empleaban para destruir sus residuos y, en especial, los derivados del plástico. Los propios edificios donde se trataba a los pacientes tampoco podían presumir de eficiencia energética. Nos habíamos fijado hasta entonces en las chimeneas de las fábricas sin reparar en los turbios humos que brotan de los hospitales. Aquello no estaba sucediendo porque no podía ocurrir. Y punto.
Cuando los esquemas de Cohen se quebraron, no era nuevo en este vecindario. De hecho, se había enfrentado hasta entonces como activista a diferentes extremidades y tentáculos de la industria química mediante el National Toxics Campaign Fund y el Military Toxics Project. Las dos plataformas sirvieron para movilizar a las comunidades que vivían en las inmediaciones de grandes basureros químicos e incineradoras civiles y militares, y también a algunos de los profesionales que trabajaban allí sin que les hubieran informado debidamente de los riesgos que corrían. Había soldados entre ellos.
Pandora
Aquellas iniciativas pioneras abrieron la caja de los truenos para la industria química y sembraban el terreno para otras nuevas que les tomarían el relevo. Dejaban tras de sí comunidades que conocían sus derechos, que protestaban y llevaban a los tribunales a las empresas y que lograron cambios legislativos importantes. Las incineradoras más cancerígenas de Estados Unidos pasaron de 5.600 en los años 90 a menos de cien tan solo quince años después.
Pero aquello —que los altos mandos del ejército abusasen o que lo hicieran las empresas— era más fácil de asimilar para alguien como Gary Cohen. El Pentágono había utilizado años antes napalm y agente naranja en Vietnam. En cuanto a las corporaciones, ya había visto que los gigantes químicos estadounidenses podían provocar grandes tragedias humanitarias y abandonar los países dañados sin apenas asumir responsabilidades. Ahí estaba el ejemplo de la tragedia de Bhopal, una huella imborrable en su memoria.
[pullquote]A Gary Cohen se le rompieron los esquemas cuando la Agencia Medioambiental de EEUU señaló a los hospitales como las principales fuentes de emisiones tóxicas del país[/pullquote]
En 1984, una factoría en la localidad india de Bhopal coparticipada por el estado y por una multinacional estadounidense, Union Carbide, sufrió una fuga de pesticidas que mató a cerca de 18.000 personas y dejó graves secuelas a más de medio millón. Las indemnizaciones, muy inferiores a 1.000 millones de dólares, palidecen frente a la multa de 17.800 millones que impuso Washington a BP el verano pasado por llenar de fuel el Golfo de México sin que, por el momento, haya habido víctimas mortales. En enero, el inquilino de la Casa Blanca, Barack Obama, y el presidente indio, Narendra Modi, firmaron un acuerdo para limitar cualquier compensación por daños que tuvieran que pagar las multinacionales estadounidenses ante la eventualidad de una fuga nuclear.
Lo que el informe de la EPA decía en 1995 era un golpe mucho más duro que escándalos como el de Bhopal para los idearios de los activistas tradicionales antipolución y los médicos y gestores de los hospitales. Eran las propias instituciones sanitarias, advierte Gary Cohen, «las que estaban contribuyendo a envenenar a la población, a producir cáncer o asma y a que los niños se vieran expuestos durante su primer año de vida a niveles de contaminación que los marcarían para siempre». Había pocas cosas más incompatibles con la misión que la sociedad les había encomendado.
Por eso, en 1996, Cohen lanzó Health Care Without Harm (HCWH) para combatir una vez más lo que creía una auténtica lacra. Explicó a los gestores de las clínicas lo que estaba ocurriendo, informaron a las comunidades vecinas de las emisiones tóxicas que lanzaban al aire y que ellos luego respiraban, les enseñaron a organizarse y, por último, identificaron algunas instituciones que eran más ‘limpias’ para convertirlas en casos de éxito.
El fundador de HCWH ni se limitaba a utilizar el megáfono en la calle ni tampoco a esgrimir valores y principios para convencer a los gestores de los hospitales cuando se reunía con ellos. «Les dijimos —recuerda— que otros contaminaban menos gastando menos dinero». También sabía hablar como un hombre de negocios. Money talks and sometimes shouts: el dinero habla y a veces grita.
Poco a poco, expandió su influencia desde Estados Unidos, donde ahora su coalición posee hasta 1.400 instituciones socias, hasta Canadá, y ya dispone de oficinas en todo el mundo (algunos centros españoles forman parte de su iniciativa). También poco a poco, Health Care Without Harm empezó a replantearse los límites de su misión. El inquieto activista volvía a sentir cómo la tierra se movía bajo sus pies y, en una demostración de que ser activista y ser fanático no es lo mismo, estaba dispuesto a intentar cambiar las cosas.
De ello tuvieron culpa muchos hospitales innovadores que Cohen reconoce que le abrieron los ojos porque trascendían la mera limitación de las emisiones de las incineradoras o la reducción de residuos tan contaminantes como los ligados al mercurio. Muchas instituciones médicas querían ir más lejos: deseaban construir un mundo mejor y más saludable para sus comunidades. Ya no bastaba con curar al enfermo o ayudarlo a sufrir menos. Era un cambio histórico en una institución milenaria.
La tierra se mueve
Gary Cohen vio claramente el potencial de los hospitales como pequeños agentes de transformación social. Por eso, potenció y sigue potenciando en ellos la utilización de productos químicos más seguros, la adquisición y preparación de comida más saludable, nuevas iniciativas sobre la conservación y reutilización del agua y la implantación de sistemas que aumentasen la eficiencia de unos edificios que deberían nutrirse de energías verdes.
Las dos nuevas fronteras que deberán alcanzar el sector se encuentran, primero, en lo que Cohen llama «salud restauradora» y, en segundo lugar, en los países emergentes. La «salud restauradora», matiza, incluye iniciativas como «hacer que el hospital compre sus alimentos a agricultores y ganaderos locales, ayudarles a organizarse, reformar los edificios de los hogares desfavorecidos teniendo en cuenta que los niños más pobres suelen contraer enfermedades respiratorias por su mal acondicionamiento, o invertir en energías renovables». Ya lo están haciendo, según él, algunos centros médicos en todo el mundo.
[pullquote]El estadounidense dijo a los hospitales que podían ahorrar dinero siendo más limpios y eficientes[/pullquote]
Esta primera frontera puede ser más polémica de lo que parece. El estado del bienestar, una de cuyas piezas centrales es la sanidad pública y universal de calidad, ha empezado a sufrir recortes en Europa debido al enorme endeudamiento de las administraciones. Por otro lado, es posible que los pacientes exijan que los recursos médicos públicos, que ellos financian con sus impuestos, se dirijan exclusivamente a la cura, prevención e investigación de enfermedades y no a cuestiones que no estén directamente ligadas a esos fines. Todo apunta a que la venta en las comunidades afectadas puede resultar más difícil que la de mejorar la eficiencia de los edificios, reducir la utilización del mercurio o cerrar las incineradoras cancerígenas.
En cuanto a los países emergentes, las complicaciones son otras. Los altos índices de pobreza suelen animar a los líderes políticos a priorizar sobre todo el crecimiento económico, que se traduce por lo general en un aumento generalizado del bienestar, aunque se reparta muy desigualmente sobre todo al principio. Gary Cohen es consciente de esa realidad y por eso recuerda que «permitir altos niveles de contaminación, como ocurre en el caso de China, suele provocar protestas por parte de la población». A los hospitales les dijo que podían ahorrar dinero siendo más limpios y eficientes; a los gobernantes de los emergentes les avisa de que su continuidad en el poder depende en parte de cómo gestionen sus residuos. Demuestra así que, como presidente de Health Care Without Harm, no solo sabe evitar el daño, sino también dar donde duele.
Gary Cohen es un tipo de activista al que no estamos acostumbrados en España y Latinoamérica. Defiende sus convicciones con frases y acciones rotundas, pero deja que la realidad le rompa los esquemas, asume el riesgo de enfrentarse a instituciones que sus aliados tradicionales consideran sagradas y, por último, sabe utilizar el megáfono y movilizar a la población, pero también se sienta a negociar con las empresas, el ejército y los políticos e intenta seducirlos asumiendo que algunas veces actúan mal porque no tienen ni idea de cómo actuar mejor sin poner en riesgo sus proyectos, sus carreras y millones de empleos. Cohen tiene muchos adversarios, pero muy pocos enemigos.