En los manuales de medicina del siglo XIX apareció un órgano apoteósico: el útero. En él cayeron cientos de preguntas y miles de respuestas. Ahí, donde alojaban la feminidad, echaron la culpa de tantísimas enfermedades.
«Los médicos estadounidenses tenían puestos sus ojos en el vientre femenino de tal manera que, para un buen observador de hoy, resulta decididamente anticientífico e incluso obsesivo», explica la historiadora Ann Douglas Wood en Las enferemedades de moda: Trastornos femeninos y su tratamiento en la América del siglo XIX.
—Como si el Todopoderoso, al crear el sexo femenino, hubiera tomado la matriz y construido la mujer a su alrededor —llegó a decir Hubbard, un profesor de New Haven (EEUU), en un discurso ante la sociedad médica en 1870.
A la vez que avanzaba el siglo XIX cuajaba la idea de que el útero era un pozo maligno del que irradiaban los males de las mujeres: la indigestión, el estreñimiento, el dolor de cabeza, los celos, la irritabilidad, los ataques histéricos, la rebeldía. Había que poner remedio, urgente, porque las mujeres «afectadas de los nervios» desatendían su papel en el mundo: cuidar del hogar y de la familia.
Al principio, los médicos, todos hombres, revolviendo en su maletín de comienzos de siglo, optaron por coger jeringuillas, sanguijuelas y metales incandescentes para aplicar un «tratamiento local». Lo llamaron así porque estaba enfocado en un solo lugar: el útero. A ese abismo interno destinaron el tratamiento del prolapso uterino, del cáncer, del trastorno menstrual, del dolor de espalda, del mal humor. Todo se solucionaba abriendo las piernas de la mujer y manipulando sus entrañas.
Unas veces el médico metía la mano y recolocaba los órganos de la mujer. Otras veces introducía agua, leche, té de linaza, extracto de malvavisco bien frío o una jeringuilla para pinchar tan profundo como pudiera. Pero lo peor eran las sanguijuelas. El famoso doctor inglés Dewees y Bennet, muy respetado en Estados Unidos, recomendaba poner las lombrices en la vulva o en el cuello del útero para que devoraran la enfermedad.
Bennet decía que era una técnica laboriosa que había que hacer con mucho cuidado porque había visto como algunas sanguijuelas iban más allá de su destino y llegaban hasta la cavidad cervical del útero. Entonces el espanto era aún peor:
—Creo que en mi vida no he sido testigo de dolores más agudos que los experimentados por varias de mis pacientes en tales circunstancias —escribió el médico en A Practical Treatise on Inflammation of the Uterus (1864).
No cesaba ahí el dolor. Quedaba un remedio más infame: la cauterización. Los médicos echaban nitrato de plata o hidróxido de potasio en el útero para quemar la infección. Eso era en los casos leves; en las infecciones rebeldes aplicaban la «verdadera cauterización»: hierros al rojo vivo.
Un principio médico justificaba ese tratamiento: decían que para eliminar una infección había que crear otra infección mayor. Las células de la sangre, alarmadas, acentuaban su actividad y así curaban las dos infecciones. En el mejor de los casos, el útero quedaba «en carne viva y sangrando», según los documentos médicos de entonces; en el peor, la paciente sufría graves hemorragias y unos dolores insoportables. Y siempre era un proceso agónico que duraba semanas, incluso meses, porque la cauterización se hacía en varias sesiones: quemar, curar, volver a quemar, volver a curar. Sin anestesia y sin analgésicos: no existían.
A partir de 1870 empezaron a cuestionar el tratamiento local y, poco a poco, fue desapareciendo. George Lowell Austin lo criticaba en su libro Perils of American Women (1883): «Millares de mujeres fueron condenadas a sufrir el tratamiento del nitrato de plata (sus sufrimientos morales y su tortura física no contaban para nada), cuando agua y jabón, y un placebo suave hubieran bastado y sobrado». A este físico le cuativó un nuevo remedio alternativo mucho menos doloroso que proponía el médico de Filadelfia S. Weir Mitchell. Pero lo que parecía la panacea acabó revelándose como otro tratamiento perverso hacia la mujer.
LA CURA DEL REPOSO
En un siglo en que los médicos hacían sangrías con sanguijuelas, vejigatorios y quemaduras con hierros incandescentes, muchas mujeres optaron por los curanderos. El doctor S. Weir Mitchell entendió que las pacientes no podían soportar tratamientos tan violentos e inventó un nuevo método para tratar a las «mujeres nerviosas»: la «cura del reposo».
Mitchell lo describía como una combinación de descanso total, alimentación copiosa y ejercicio pasivo (masajes continuos y electroestimulación). El «descanso total» consistía en internar a la paciente y aislarla durante seis semanas en las que solo podía ver a su médico y a una enfermera. La mujer permanecía tumbada boca arriba y, a menudo, ni siquiera podía levantarse para ir al baño. No le permitían hacer nada: nada de trabajo, nada que la entretuviese. Absolutamente prohibido leer y escribir.
El Dr. Clarke de Harvard, un médico que decía que las mujeres que iban a la universidad destruían sus órganos genitales y su capacidad para tener hijos, se convirtió en el portavoz de los médicos en la década de 1870. Otro doctor, Byford, aseguraba que leer «libros lascivos» y la «indulgencia en el coito» propiciaban la neuralgia.
«A ojos de la mayoría de los norteamericanos del siglo XIX, la feminidad sana estaba compuesta de autosacrificio y de altruismo espiritual, de partos y trabajos caseros», explica Ann Douglas Wood en Las enferemedades de moda: Trastornos femeninos y su tratamiento en la América del siglo XIX. «Hay una lógica subterránea en esos libros populares que escribían los médicos acerca de las enfermedades femeninas que parece afirmar que si las mujeres se ponen enfermas es porque no son femeninas. Es decir, son sexualmente agresivas, intelectualmente ambiciosas y no saben ser sumisas y desprendidas».
Los otros dos pilares del tratamiento, la «alimentación copiosa» y el «ejercicio pasivo», consistían en un cebamiento repugnante y un masaje diario de una hora para evitar que los músculos se atrofiaran por la falta de ejercicio.
En poco tiempo la cura del reposo se hizo muy popular. Mitchell se convirtió en «el médico de mujeres más famoso y más próspero de su generación», según Douglas Wood. Pero en el interior de su consultorio, las prácticas eran siniestras. «El tratamiento de Mitchell no dependía tanto de las técnicas del descanso y de la sobrealimentación como de la personalidad autoritaria y carismática del médico».
Este doctor pálido y endeble vivió siempre a la sombra de un padre fuerte: un médico dominante, alegre, admirado por todo el mundo. «No hay duda de que ser el macho fuerte, el sanador de un mundo lleno de mujeres enfermas, necesitadas, tenía para Mitchell innegables encantos», cuenta la historiadora.
Él mismo se jactaba de su papel de déspota y de hacer a sus pacientes dóciles como niños. Mitchell afianzaba la idea tan extendida de que la mujer ignorante era la mujer perfecta. A ellas les decía:
—Las mujeres sabias eligen a sus médicos y confían en ellos. Cuanto más sabias, menos preguntas hacen.
Este doctor fomentaba una actitud de culto y reverencia hacia él. «Electriza con su hechizo a las mujeres», decía su nieta. «Hacía el papel de dominador, el de fecundador incluso, en el proceso de curación. Sus pacientes estaban dominadas, sobrealimentadas a menudo hasta la obesidad, acariciadas y literalmente estremecidas», asegura Douglas Wood.
A Mitchell le gustaba imponer. Al final de la cura del reposo, algunas mujeres, débiles, anuladas, se negaban a levantarse. El médico las amenazaba con meterse en la cama con ellas y si ni con esas se movían, empezaba a desnudarse. Al llegar a los pantalones, las pacientes, al fin, se ponían en pie.
LAS MUJERES QUE DIJERON «¡BASTA!»
Muchas mujeres no cuestionaron ni el tratamiento local ni la cura del reposo: obedecían. Otras se dejaron llevar por las enfermedades de moda: la histeria, el nerviosismo… porque eran las dolencias de las protagonistas de las novelas románticas que tanto les gustaban en el siglo XIX.
Algunas encontraron en la enfermedad una excusa para escapar de una vida encadenada a la cocina, al cuidado de los hijos y a los arrebatos sexuales del marido, según Douglas Wood. Y otras, las menos, se rebelaron ante este modo de entender la medicina. «La veían como una forma de violación, destinada a mantener a la mujer postrada, a la paciente perpetua a merced de la supuesta experiencia profesional del médico».
La educadora estadounidense Catherine Esther Beecher describió en Letters to the People on Health and Happiness los tratamientos aberrantes que le recomendaron para curarla de sus «trastornos nerviosos». La obligaron a tomar hierro y azufre, la sometieron al «magnetismo animal», y no sirvió de nada. Beecher, y después su nieta, se convirtieron en dos de las primeras voces en denunciar el tratamiento local y la cura del reposo.
A la escritora Charlotte Perkins Gilman también le diagnosticaron una «depresión nerviosa transitoria (una ligera propensión a la histeria)» después de dar a luz. Ella tenía al doctor en casa: era su propio marido, John. Este ferviente seguidor de Mitchell impuso a su mujer la cura del reposo. La llevó a una casa en el campo, apartada de todo, y la encerró en una habitación de bebé.
Su marido le daba fostatos. O fosfitos. Qué sabía ella. Le hacía comer hasta hartarse: «John dice que no tengo que perder fuerzas. Me ha hecho tomar aceite de hígado de bacalao, tónicos a mansalva y no sé qué más; y no hablemos de la cerveza, el vino y la carne poco hecha».
John le prohibió trabajar: ¡ni palo al agua! «Personalmente disiento de sus ideas. Personalmente creo que un trabajo agradable, interesante y variado, me sentaría bien. Pero ¿qué se le va a hacer?», se lamentaba en un relato, El tapiz amarillo, que escribió a escondidas, mientras estaba recluida en aquella casa solariega.
John le prohibió escribir: «Viene John. Tengo que esconder esto. Le irrita que escriba», introduce a mitad del cuento. «Viene la hermana de John. ¡Qué atenta es, y qué bien me trata! Que no me encuentre escribiendo. Es un ama de casa perfecta y entusiasta, y no aspira a ninguna otra profesión. ¡Estoy convencida de que para ella estoy enferma porque escribo!».
Aquella mezcla de autoritarismo y paternalismo acobardaba a las pacientes: «Le estoy tomando un poco de miedo a John», reconoce Gilman en este relato publicado en 1890. Entonces llevaba ya dos años separada de él. Esta editora y activista estaba más de acuerdo con las teorías de las primeras mujeres médicas que estaban apareciendo en Estados Unidos: «su objetivo primordial, a menudo inconsciente, era liberar a las enfermas del control del hombre», explica Douglas Wood. Y «este deseo promovió el progreso científico, puesto que su desconfianza del médico las llevó a rechazar prácticas médicas que, en realidad, eran anticientíficas y perjudiciales para la salud».
Una de las primeras médicas fue Harriot K. Hunt. En sus memorias, Glances and Glimpses; Twenty Years of Professional Life, cuenta que un día una paciente le dijo:
—Doy gracias al cielo, querida doctora, de que sea usted mujer, porque así le puedo contar la verdad con respecto a mi salud.
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