‘Don Quijote de la Mancha’ surgió de un tiempo de confinamiento

Entre, adéntrense, desocupado lector, en este 'Folletín Ilustrado' que cuenta el origen de la grandísima obra maestra
20 de marzo de 2020
20 de marzo de 2020
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don quijote

Allá por el ya remoto año de 1605, hallábase en su escritorio Miguel de Cervantes Saavedra. Veíase ante el papel donde habría de escribir el prólogo de su libro de caballerías y aquel blanco se hacía tan largo como la estepa de Siberia. Ni una vil idea posaba en esas hojas.

—Aunque me costó algún trabajo componer la obra, ninguno ha sido mayor que este prólogo.

En aquel momento, el manco de Lepanto ya estaba en libertad. Las primeras letras de Don Quijote de la Mancha habían brotado en condiciones más duras: cuando estaba entre rejas. 

—¿Qué podía engendrar el estéril y mal cultivado ingenio mío sino la historia de un hijo seco, mustio, antojadizo y lleno de pensamientos varios y nunca imaginados por ningún otro, como engendrado que fue en una cárcel, donde toda incomodidad tiene su asiento y todo triste ruido su morada? —lamentaba Cervantes—. El sosiego, el lugar apacible y la quietud del espíritu ayudan mucho a que las musas más estériles se muestren fecundas y ofrezcan partos al mundo que lo colmen de maravilla y contento.

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Aquel día de 1605, Cervantes estaba en suspenso, con el papel delante, la pluma en la oreja y la mano en la mejilla. Pensaba en el prólogo de su libro de caballerías cuando, de pronto, entró un amigo gracioso y muy entendido. 

—¿Cómo queréis vos que no me tenga confuso el qué dirá el antiguo legislador que llaman vulgo, cuando vea que salgo ahora, con todos mis años a cuestas, con un libro seco como el esparto, ajeno de invención, menguado de estilo, pobre de concepto y falto de toda erudición y doctrina? —decía, afligido, Cervantes. 

Ni una acotación al margen; ni una anotación al final. Ni una cita de Aristóteles ni de toda la caterva de filósofos. Estaba claro que los leídos y elocuentes lo iban a poner verde. 

—Este vuestro libro no tiene necesidad de ninguna cosa de esas que vos decís que le faltan porque todo él es una invectiva contra los libros de caballerías de los que nunca se acordó Aristóteles, ni dijo nada San Basilio, ni conoció Cicerón.   

Dialogaron un buen rato y enunció su amigo el mejor de los consejos:

—Procurad que, leyendo vuestra historia, le entre la risa al taciturno y al risueño la acreciente, el simple no se aburra, el sensato se admire de la invención, el serio no la desprecie y el prudente no deje de alabarla. En fin, llevar la mira puesta en derribar la traza mal fundada de estos libros caballerescos aborrecidos por tantos y alabados por muchos más; que si esto alcanzáis, no habréis alcanzado poco. 

Miguel de Cervantes dejó escrito este encuentro en el prólogo de Don Quijote de la Mancha. Unas páginas después comienza la obra maestra:

En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, vivía no hace mucho un hidalgo de los de lanza ya olvidada, escudo antiguo, rocín flaco y galgo corredor…

Fuente: Don Quijote de la Mancha, de Andrés Trapiello (Destino).

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