La obsolescencia no es irreversible. Anteponerse a ella requiere tomar caminos diferentes al pasado, poner en valor elementos antes ignorados. En el Valle Salado de Añana (Álava) se ha conseguido hacerle frente sin olvidarse del principal cometido del lugar: producir sal.
Hubo un tiempo en el que hasta los salineros más optimistas de la zona llegaron a aceptar que la elaboración de este condimento acabaría siendo algo testimonial. «Paradójicamente, en el momento en el que las salinas empiezan a funcionar con su mayor capacidad durante los años 60 supone el principio del fin. Los trabajadores se organizaron para intentar competir con la industrialización de la sal pero no hubo manera», explica Mikel Landa.
Durante 14 años, este arquitecto vasco supervisó la recuperación del valle antes de abandonar el puesto de director de la fundación del Valle de Añana en 2012. Su trabajo, junto a otros expertos de diversas disciplinas, ha permitido revertir la situación de declive que sufría el valle y poner en valor un paraje industrial con pretensiones para ser considerado Patrimonio de la Humanidad de la UNESCO.
En Manual de preservación arquitectónica, el libro que Landa acaba de publicar junto a su compañera de estudio Alazne Ochandiano, se presenta hasta el último detalle de las intervenciones que se han realizado durante ese tiempo. Un proyecto que va camino de convertirse en un caso de buenas prácticas de recuperación de patrimonio.
Una salina distinta a todas las demás
Fue en 1993 cuando Landa conoció el lugar «durante una visita con otros expertos para participar en un plan especial que no siguió adelante». Durante esa excursión se dio cuenta del valor incalculable que tenía ese espacio.
«No hay salina que parezca. El paisaje que se ha creado es humano pero a la vez vive en perfecta armonía con la naturaleza. Está dominado por unas estructuras de madera aterrazadas. El salinero ha ido creándola a lo largo de los años».
En la era de la arquitectura de estrellas, el Valle de Añana representa el extremo opuesto en la escala del culto al ego. Ningún arquitecto lo concibió aunque algunos interviniesen en ella. Su evolución ha sido colectiva.
«La salina no es un edificio realizado en un momento concreto de la historia por personas conocidas que responde a necesidades concretas de su promotor». No es un lugar proyectado para satisfacer las ambiciones de un monarca o gobernante concreto. «El Valle Salado es el resultado de muchas miles de intervenciones realizadas en una salina que se ha ido adaptando constantemente a las necesidades de sus propietarios y trabajadores durante 20 siglos, desde la prehistoria hasta el momento actual».
«Podría decirse que se encuentra fuera de tiempo y lugar. Cada uno de los salineros que han trabajado aquí durante los muchos siglos de historia son autores de la obra».
Esta particularidad añade mucha complejidad a la labor de recuperación. «Cuando se nos encargó elaborar un plan director en 1999, no existían planos. Tampoco había precedentes de este tipo de proyectos ni manuales de actuación». No bastaba con mirar a su alrededor. Landa tuvo que irse muy lejos para encontrar referencias satisfactorias para trabajar la madera que domina el paraje. Japón y Noruega, países cuyo patrimonio histórico está compuesta casi exclusivamente de esta materia, fueron los más socorridos.
Otro elemento que hace difícil su conservación es la fragilidad de la estructura. Su funcionamiento es como el de un organismo, sin actividad se atrofia. «El Valle Salado no tiene la capacidad de sobrevivir a un solo siglo de abandono», algo que constataron Landa y sus compañeros cuando empezaron a trabajar en la zona. «Llevaba 30 años en casi total desuso y su situación era crítica».
Cuando llegó el momento de definir cuál sería su futuro, Landa tenía claro que no podía limitarse a realizar una recuperación similar a la de un castillo o una ruina romana. «La única manera de asegurar su futuro era evitar intentar crear una foto fija. Huir de congelar el espacio en el tiempo. Tenía que seguir siendo un paisaje evolutivo y para eso había que producir sal».
El valle tenía entre sus manos algo que pocos lugares tienen hoy día. Una materia prima de primera calidad y una manera de elaborarla absolutamente artesanal. Lo que le restó competitividad en su día hoy sería el principal valor para resucitarla.
Se recuperarían las salinas para que fuesen atractivas para los visitantes con el apoyo de las instituciones locales y autonómicas. Y también se recuperó la producción ya que, según Landa, «si se mantiene la productividad del valle, el salinero está obligado a realizar tareas de mantenimiento durante los meses previos al comienzo de la producción».
Antes de definir el plan director se llegó incluso a descartar que esto fuese una opción. «Hasta que no investigamos a fondo las particularidades del valle no nos dimos cuenta de que la única manera de sacar esto adelante sería volviendo a hacer sal. Aprendimos a creer en la calidad de la sal producida de manera artesanal y de esta forma volver a introducirla en el mercado. El abandono se produjo por el hecho de que no se supo diferenciarla de la sal industrial para sobrevivir», dice Landa.
En 2009, se creó una fundación para unificar y centrar todos estos esfuerzos bajo una organización. Todos los salineros aceptaron ceder sus parcelas a ella.
En cuanto al producto, en poco tiempo se logró contar con el apoyo de restaurante de primer nivel. Mugaritz, Akelarre, el Celler de Can Roca la usan en sus platos. Martin Berasategui lo llama «el Rolls Royce de la sal». La maquinaria del marketing ha entrado en acción para crear una marca que cuenta además con subproductos como Chuzo de Sal, que son unas formaciones similares a las estalactitas que se rallan sobre los alimentos. Todo esto dinero generado se revierte en la fundación para ayudar a la sostenibilidad del proyecto.
Hace apenas una década, una simple mención del valle en Vitoria solía producir reacciones de completo desconocimiento. Esto a pesar de que solo les separa 30 kilómetros de distancia. Hoy, cada vez menos. En 2013, hubo más de 50.000 visitantes. El sueño iniciado con la declaración de Patrimonio Nacional del paraje en 1984 empieza a cumplirse.
¿Cómo funciona el valle?
Para encontrar las razones por las que el agua salada abunda en un lugar a 60 kilómetros de la costa hace falta volver atrás en el tiempo. Hace 200 millones de años un océano cubría el espacio donde ahora se encuentra el valle. La eventual retirada de las aguas dejó atrás formaciones geológicas altas en contenido salino.
De estos restos es donde se nutren los cinco manantiales que rodean el valle que contienen la materia esencial para que funcione. El agua salada que proviene de ellos, denominada salmuera, fluye hacia abajo. La actividad humana en la zona ha consistido en capturar esa agua en pozos y canales de madera que se aprovechan de la gravedad para traerla al fondo del valle donde se encuentran las terrazas y estructuras de madera que llaman eras.
Las eras son superficies cuadradas o triangulares y planas que se instalan sobre pilares de madera. Debajo de ellas hay amplios espacios que conservan el agua. Cuando llega el verano los salineros utilizan un artilugio llamado trabuquete «una balanza contrapesada formada por un pie derecho y un brazo móvil, que gracias al contrapeso colocado en un extremo del brazo, sirve para bombear la salmuera de una cota inferior a una superior».
Este dispositivo permite verter el agua sobre las eras, especialmente en verano. El sol evapora el agua y lo que queda es la sal. El producto se mete en almacenes subterráneos y de allí se introduce en cajas para su secado.
El trabajo de Landa y su equipo consistió en devolver el funcionamiento a todos estos elementos. «Interviniendo con el máximo respeto. Investigando a fondo el funcionamiento y empezando por intervenir en unas pocas eras de forma experimental. Entre 2003 y 2005 se procedió a arreglar el sistema de canales», permitiendo que la salmuera volviese a fluir en todo el valle.
El proyecto de la fundación, también añadió elementos como un centro de interpretación, un pequeño auditorio al aire libre y un spa exterior «donde puedes meter los pies y beneficiarte de las propiedades del agua salada», dice el arquitecto. Se proyectó también un espacio para la manipulación y envasado de la sal.
El libro de Landa y Ochandiano es un testimonio del trabajo arduo y exhaustivo realizado en estos años. Pero es solo el comienzo. Ellos han marcado el camino a seguir pero este es un proceso lento y continuo. Se recuperaron 594 eras pero aún quedan más de 5.000 pendientes de rehabilitación. El anfiteatro de la sal vuelve a recuperarse de la obsolescencia. Lo demás dependerá de la voluntad de mantenerlo con vida. «Harán falta muchos equilibrios y consensos para asegurar que siga funcionando y evolucionando».
Landa reconoce que sin los salineros, el proyecto difícilmente podría haber salido adelante. «Tienen una canción que viene a decir que el trabajo del salinero es constante, es duro y que tiene poca recompensa. Hay poco que hacer en invierno. En primavera la recuperas y la mantienes. En verano la recoges. No hay vacaciones ni sábados ni domingos. El calor pega. Hoy vuelven a creer en el valle».