Unos diez vecinos están asomados al balcón de su casa en la calle Cabeza. Es la hora de la entrevista, las 18:30, y el sol sube por la cuesta hasta estamparse con la tienda de bicicletas de la calle Ave María.
Madrid acaba de entrar en la fase 1. Hay que usar mascarilla y es recomendable llevar un bote de gel hidroalcohólico en el bolsillo (por si se te ocurre la ridícula idea de abrir una puerta con la mano en vez de con el codo). Planto un taburete rosa en la acera, saco una libreta de espiral y enciendo la grabadora.
—¡Hola!
—¡Hola! —contestan desde dos balcones del lado par de la calle.
—Os he traído unas revistas Yorokobu, pero no sé cómo dároslas. ¿Las dejo en el portal?
—No. Tenemos una polea.
Desde un balcón dejan caer una cuerda con una bolsa. Meto las revistas dentro, hago un nudo y lo aprieto con fuerza.
—¡Ya!
La bolsa asciende a los cielos y la recoge un vecino joven, flaco, con barba. Saca las revistas y las distribuye en varias bolsas. Una se eleva hasta la casa del vecino de arriba. Otras se deslizan hacia los balcones de enfrente.
Es impresionante el sistema de mensajería que han montado para cumplir a rajatabla el estado de alarma. Entre estos vecinos, ni tienes sal ni se me cayó un calcetín. Todos se mantienen, al menos, a una pared o a una planta de distancia.
—Uau. ¿Qué os dio la idea de montar estas poleas?
—Una noche vino Ibrahim, un hombre sin hogar, y nos pidió comida. Fue al principio del estado de alarma. No podíamos salir y pensamos construir una polea para dársela. Le bajamos caldo y un edredón. Porque ya no nos acordamos, pero cuando empezó la cuarentena, aún hacía frío —recuerda una vecina con el pelo recogido en una coleta.
Fue en la cuarentena cuando surgió este barrio en volandas. Hasta entonces, vivían pared con pared, puerta con puerta, pero nadie conocía a nadie. Apenas dos vecinos hablaban de vez en cuando: la chica de la coleta y el profesor de universidad que vive al otro lado de su pared. Los demás se cruzaban por la calle, por las escaleras, pero el ajetreo de antes no daba para mucho más que un hola, hola; adiós, adiós.
El estado de alarma impuso el cerrojazo. Pero al cerrar la puerta de casa, abrieron la puerta del balcón. Todas las tardes, a las ocho, salían a aplaudir a los sanitarios.
Las calles del barrio de Lavapiés son tan estrechas que entre un vecino y el de enfrente hay una distancia íntima: apenas unos nueve pasos. Es casi un cara a cara. Esto hizo que empezaran a saludarse, a hablar, a bromear, incluso a extender la conversación a un grupo de WhatsApp que llamaron La resistencia.
—En calles tan juntas, esa cercanía que antes era ruido ahora es la que permite esta vida de vecinos. Es lo que hace que podamos hablar —dice una chica de melena castaña.
Este distrito que han levantado a tres metros del suelo fue «extendiendo los tentáculos por la calle», dice una voz de mujer en esta entrevista en la que van cayendo voces desde todos los balcones.
—Durante el confinamiento más duro solo salíamos para los aplausos, pero después nos abríamos unas birras y nos quedábamos en el balcón —cuenta la vecina de la coleta.
Un día vieron que un chico vivía solo y le dijeron: «Hola, ¿cómo te llamas? Si nos das tu número, te metemos en el grupo de WhatsApp». ¡Otro más a la balconada! Y menos mal, porque, desde lo alto, en su balcón en la segunda planta, dice:
—¡Si no hubiera sido por esto, me hubiera pegado un tiro en la cabeza!
—Sí. Es mucho mejor ver a tus vecinos en persona que ver a tus amigos de toda la vida por videollamada —añade el chico que distribuyó las revistas con las poleas.
A este barrio dentro del barrio de Lavapiés le dieron un nombre, Balconen40tena, y una cuenta en Instagram. Estaban tabique con tabique pero nadie podía poner un pie en casa de un vecino. Para derribar esa sensación de aislamiento decidieron que cada uno grabara un vídeo mostrando su casa y lo compartiera en el grupo de WhatsApp. «Igual que el programa de televisión ¿Quién vive aquí?», cuenta una chica del primer piso. «Es como si un amigo te invitara a ver su casa, pero como no se podía, lo hicimos con un vídeo».
Este grupo de chat surgió, a la vez, como una «cadena de ayuda». Es el lugar que tienen desde entonces para hacer preguntas, dar consejos. Esas cosillas del día a día como ¡Se me atrancó el lavabo!, ¿qué hago? Y también para asuntos eminentes: «Hacemos la compra a personas mayores, ayudamos a cargar paquetes para el Banco de alimentos».
Los balcones se fueron desplegando en cualquier cosa que se les ocurría: bares, discotecas, salas de concursos. «Nos compramos unos taburetes para el balcón», cuenta una chica de pelo cobrizo, habilidosa, que monta una mesa sobre un macetero para poner unas copas de vino. Y eso de echar la tarde se iba estirando también. «¡Un día estuvimos más de cinco horas!», recuerda el vecino del segundo.
En esta barriada en las alturas de la calle Cabeza se juntan maestros, farmacéuticos, periodistas, informáticos, cocineros, jubilados.
—El profesor universitario a veces nos habla de economía. Es como si nos diera una clase —dicen desde los balcones del lado impar.
Un viernes, en los aplausos, un niño dijo que era su cumpleaños. Todos le cantaron el cumpleaños feliz y aquello sonó a fiesta. ¡Fiesta! Eso no estaba prohibido si se respetaban las distancias.
Esa noche abrieron botellas de vino, sacaron los altavoces y algunos bailaron como gogós. «Hasta hubo resaca al día siguiente», recuerdan. Esa noche se vistieron de guapos. «Hay un par de señoras mayores que salen al balcón y, al vernos arreglados, entraron en sus casas y volvieron a salir arregladas», cuentan desde las barandillas del lado impar. «Ahora, en las fiestas, hasta nos piden música. Nos dicen que pongamos pasodobles. Y el día de San Isidro regalaron a todas las chicas una flor de ganchillo que habían hecho ellas».
Así empezaron los saraos. Después les dio por cocinar. Un día salieron a los balcones a la hora del aperitivo y decidieron montar una feria de la tapa: Tapacabeza.
Y después un concurso de repostería: De cabeza al dulce.
Y uno de tortillas: Tortilla balconera. Todos los concursos tienen jurado popular (los vecinos) y profesional (una vecina cocinera). Todos comen y todos juzgan, porque las tapas y los pasteles circulan por las poleas de una casa a otra.
Hacen cine fórum: ven una película y la comentan en la tertulia del balcón. Juegan al Trivial («y si alguien se equivoca, la pregunta rebota al balcón de al lado»). Los días de lluvia juegan al Escape Room desde sus ordenadores.
A mediados de mayo llegaron buenas noticias. Los hospitales ya no estaban tan saturados, la pandemia había dejado de expandirse a lo salvaje. El 25 de mayo, Madrid pasaría a la fase 1. En el distrito de Balconen40tena pensaron que eso había que celebrarlo como el año nuevo ¡o más! y el domingo 24 organizaron una fiesta de ¡Feliz fase nueva!
Hicieron un reloj (como el de la Puerta del Sol, pero de cartón), dieron las campanadas (antes de la media noche) y comieron las uvas. Bailes, pelucas, la música típica de fin de año. La juerga era tal que, abajo, en los adoquines, empezó a parar gente, a bailar, con sus mascarillas y apartados unos de otros.
Casi todos los vecinos de Balconen40tena están teletrabajando y eso hace que el balcón tenga una función más.
—Los descansos que hacíamos en la oficina para tomar un café ahora se hacen en los balcones. Muchas veces, estamos trabajando y si oímos a alguien afuera, salimos a hablar un rato —dice la chica de la melena castaña— ¡Y también hay cotilleos! —ríen.
Ahora planean cómo hacer una clase de zumba en sus balcones. Han hablado de irse unos días juntos, este verano, a una casa rural y bajar a tierra una amistad aérea que se ha ido creando a lo lejos, entre rostros en la distancia, a voces de la calle.
—La primera vez que te encuentras con un vecino en el supermercado es extraño, porque solo le has visto media cara en su balcón y detrás de la pantalla de Zoom —dice la vecina de pelo cobrizo. Por lo demás, todo es igual. En palabras de la chica castaña, «como una plaza de pueblo pero en las alturas».
Recojo el taburete rosa. Nos despedimos a varias alturas. Hay adioses de los balcones de la acera par, de la acera impar. Desde la primera planta, desde la segunda. Ondean las banderillas de colores y la pancarta que va de lado a lado de la calle, como las que anuncian una meta: «Barrio con cabeza. Somos rojos y maricones».