No te fíes de las palabras, fíate del texto

significado de las palabras

A las palabras se les podría aplicar el mismo refrán que a las personas: «Dime con quién andas y te diré quién eres».

Porque las palabras se comportan como los seres vivos. Es decir, se envalentonan, se dulcifican o se escabullen, según la compañía.

Veamos un ejemplo. Hay dos poemas de José María Álvarez en su libro Museo de cera que hablan del mar. El primero dice así:

El mar rompe en la playa,
dulcemente, como
un beso lánguido y terrible
de mujer fatal.

Aunque José María utiliza la palabra rompe, ninguno de sus sinónimos (destroza, desgarra, despedaza, descuartiza…) pueden sustituirla de forma inmediata. Porque donde la palabra rompe rompe es en la playa y no en un acantilado, lo que ya de por sí le resta agresividad.

Pero, además, el siguiente verso introduce la palabra dulcemente para mostrarnos que rompe no rompe nada. Y solo cuando ya nos hemos confiado es cuando nos espeta que en realidad es como un beso lánguido y terrible de mujer fatal.

Es decir, que lo que rompe rompe es algo mucho más atroz. Y entonces, sí.  Entonces, leyendo el verso completo, rompe, regresa a sus seudónimos literales: destroza, desgarra, despedaza, descuartiza… pero de forma más virulenta puesto que, además, nos ha engañado.

Lo que hace el poeta es jugar con las palabras para confundirnos, utilizando cada verso para alterar su significado inicial. Al principio, rompe no rompe nada, porque lo hace dulcemente y como un beso. Al final, rompe lo rompe todo de forma terrible y fatal.

En su segundo poema sobre el mar, José María escribe:

Y el mar lame
la madera de las embarcaciones
las terrazas del bar.
Como los años de nuestro cuerpo.

Aquí el mar no rompe, tan solo lame. Revisando sus sinónimos (besa, roza, acaricia…) parecería que en este caso cualquiera de ellos sí podría sustituir a lame sin alterar en exceso el significado de los primeros versos: Y el mar (besa, roza, acaricia) la madera de las embarcaciones, las terrazas del bar.

Pero de nuevo, cuando nos hemos confiado adjudicándole a la palabra lame esa pretendida inocencia carente de consecuencias, el último verso nos pilla desprevenidos: Como los años de nuestro cuerpo.

Tanto el rompe del primer poema como el lame del segundo han conseguido multiplicar exponencialmente la carga de su sentido literal gracias a las frases que los acompañan.

Hay muchas otras formas, por supuesto. Cuando Rilke escribe: El, mar, el mar, el mar. Siempre empeñado en demostrarle a la tierra que él es el mar, lo que hace es separar la palabra mar de sí misma.

En un principio, repitiéndola rítmicamente, la convierte en un sinfín de olas con una cadencia casi apacible. Pero cuando en la segunda frase aparece de nuevo la palabra mar, esta se muestra en toda su magnificencia, desafiando con su tenacidad al más pétreo de los acantilados.

La palabra mar es la misma. Pero nada tienen que ver las tres primeras con la última, pues esta ha ido acumulando la fuerza de las anteriores

Ese es el poder del texto. Jamás debemos considerarlo como la suma de un conjunto de palabras pegadas unas a otras porque al unirse se transforman. Y es entonces cuando nos sorprenden, nos deleitan o nos traicionan.

Los buenos poetas, los grandes escritores y los lectores más avezados lo saben por experiencia: las palabras no escriben el texto. Es el texto el que escribe las palabras.

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