El 12 de enero de 2022, el presidente de la República Española, Pablo Iglesias Turrión, firmó solemnemente la Declaración de Independencia de Cataluña, convertido en estado autónomo dentro de la Unión Federal Europea (FEU), surgida de los restos de la Unión Europea, demolida unos años antes por «anacrónica» e «inoperante». El revuelo ocasionado por la escisión de Cataluña de España eclipsó en aquellas fechas otra noticia de mucho mayor calado, pero que en aquel momento quedó relegada a las páginas (es un decir: hacía años que no se imprimía un periódico) de ciencia: «Japón pone en marcha la primera central de fusión nuclear del mundo».
Los científicos llevaban más de 70 años embarcados en la consecución de la fusión, la quimera de la «energía infinita» que por fin nos liberaría de la condena bíblica del trabajo y la frustrante búsqueda de los hidrocarburos, cada vez más elusivos. El descubrimiento no pudo llegar en mejor momento: apenas dos años antes Francia había clausurado su último reactor de fisión nuclear por la carestía del uranio, prácticamente agotado de la corteza terrestre y casi enteramente acaparado por China, último bastión del turbocapitalismo tras el Gran Apagón de 2019. Al contrario que su prima la fisión, la fusión nuclear se nutre de elementos baratos y abundantes y no genera residuos peligrosos para el futuro.
Japón, cuya población había retrocedido en 2022 a la de 1970 y su nivel de vida, al de la posguerra, tardó apenas un lustro en recuperar su hegemonía regional: los 20 reactores de fusión que se abrieron entre 2022 y 2027 apenas necesitaban del deuterio contenido en varios miles de litros de agua de mar para alimentar con holgura las necesidades energéticas del país. Una industria totalmente robotizada —la media de edad de la mermada población frisaba la jubilación— volvió a inundar al resto del mundo de baratijas poselectrónicas, en un efímero revival de los locos años 80. El Conglomerado Shiyatu emuló al difunto Sony durante el llamado Nuevo Amanecer Nipón.
Era cuestión de tiempo que la tecnología de fusión nuclear traspasara las fronteras de Japón. Primero fueron adoptadas por las antiguas monarquías petroleras del Golfo Pérsico, que poco después del Cénit del Petróleo —verano de 2018— se habían disgregado en una serie de califatos suníes de inspiración yihadista: Saturno devorado por sus propios hijos.
Durante la década de los 20, ochenta países lograron construir sus propias centrales de fusión y en todos ellos se produjeron revolucionarios cambios sociales parejos a los vividos en Japón: crecimiento de dos cifras del PIB y desaparición del desempleo por una vía inédita, la sobreabundancia energética hacía posible que ejércitos de robots y nanorobots —controlados por una élite de programadores y tecnócratas— «fabricaran» bienes y alimentos, mientras el resto de la población (un 95%) consumía plácida y copiosamente gracias a los generosos sueldos de integración suministrados por los Estados. El por entonces presidente de la FEU, Pablo Iglesias, decretó en noviembre de 2028 «la exclusión de la palabra “paro” del idioma español y la abolición definitiva de la lucha de clases». «Todos nuestros objetivos han sido alcanzados», concluyó en su decreto de disolución de Pudimos.
Aquella década sería recordada con cierta retranca durante el resto del siglo XXI como los «felices 20». Tan pronto como, en 2031, el aluminio, el cromo y el manganeso habían desaparecido prácticamente de la corteza terrestres, arrancados por los inagotables brazos de los robots mineros. Al batacazo de la industria extractiva —que dejó sin materias primas a la industria y a la construcción— siguió el agotamiento de los cultivos hidropónicos por el agotamiento de los fertilizantes. El hambre, que se creía erradicada en 2027, volvió a asomar sus dientes. «Un fantasma recorre Europa», anunció Googlezon, el monopolio informático-informativo surgido de la fusión de Google, Amazon y Eurovisión.
Sin embargo, lo peor estaba por llegar. El brutal aumento de las temperaturas que se había producido durante la Era de la Fusión (2022-2030) había podido ser mitigado gracias a la instalación masiva de sistemas de aire acondicionado de dimensiones urbanas. La disponibilidad prácticamente ilimitada y gratuita de energía hizo que se desoyeran las advertencias de los ecologistas de Green Universe, tildados de agoreros por la Clase Tecnócrata. Hasta que empezaron a hervir los océanos. Puede que la energía fluyera en abundancia desde los cientos de reactores de fusión, pero las leyes de la termodinámica se mantuvieron impasibles: «La energía no se crea ni se destruye, solo se transforma», y aquellos billones de TW vertidos a la atmósfera retornaron en forma de poder calorífico, evaporando los mares y haciendo irrespirable la Tierra.
Hacia finales de la década de los 40, la temperatura en la superficie de la Tierra superaba los 90º (a la sombra). Por suerte, durante la época de bonanza energética, 400 elegidos para la gloria fuimos embarcados en una flotilla de naves propulsadas por antimateria hacia los confines del universo con el objeto de buscar una nueva Ítaca para la humanidad.
Fin de la transmisión.
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Futuros imposibles, octubre de 2014
Ilustración de Juan Díaz-Faes.