Mi amigo Pablo es del Atlético de Madrid casi por una cuestión de programación genética. Le viene de familia esa vocación de sufrimiento y esa vida a la sombra de dos o tres grandes. Tan arraigada tiene su condición de no-líder que lo ha trasladado a su ecosistema cotidiano con las marcas.
Dice que en cualquier ámbito de la vida o sector pasa como en el fútbol, siempre hay uno o dos grandes líderes y luego una inmensa biosfera de segundas marcas que es donde realmente se encuentran actitudes genuinas. Para él esas son las marcas que realmente habría que apoyar a ganar la liga, para que el sistema sea más justo.
Para empezar, ha decidido votar a UPyD para dejarse de alternancias. Tiene una tele Sharp por pura coherencia con sus principios. Bebe cerveza Vol Damm porque no tiene canción del verano. Y en su casa el gin lemon se toma con Kas, nada de Fanta. Le acaba de poner unos neumáticos Firestone a su Mazda y desayuna con Campurrianas porque siempre vivieron a la sombra de María; y su atún es de conservas Ortiz sólo porque no es Calvo.
Es un buscador de marcas con ganas de cuota y que no vivan del efecto halo de triunfador. Imagina empresas sufridoras, sin grandes presupuestos de marketing que luchan por un hueco en el mercado a base de hacer las cosas con pasión y sin inercias. Marcas con hambre y que no hayan llegado a ser grandes.
Yo le contaba que si el Atlético ganara 3 ligas seguidas y la champions perdería su esencia. Pero él insistía en que no, que quien ha sufrido y luchado tanto acaba teniendo el miedo dentro y nunca se relaja.
Y yo me pregunto si tendrá razón. ¿No hay un efecto perverso en el éxito de las marcas? ¿Hasta qué punto el liderazgo es en sí mismo un problema? A partir de un momento uno empieza a defender listones más altos y exigencias mayores. No solo de negocio sino de percepción.
Uno empieza a sufrir enfermedades que nunca antes tuvo, como los ciclos de la comunicación, la saturación, la indefinición de posicionamiento y otras lindezas que a menudo acaban por ocurrirle a grandes marcas.
Estoy pensando en Vodafone, esa gran enseña, que pasa ahora por una especie de travesía del desierto de marca. O Citröen, que a pesar de ser durante tantos años un gigantesco anunciante no consigue que su marca se mencione de forma espontánea porque simplemente es parte del paisaje. Y como esas muchas otras que simplemente deben luchar contra su propio éxito para sobrevivir.
Como un acto programado y voluntario, ¿no sería quizás recomendable que algunas marcas pasaran un año en el infierno, para poder así renacer?