Ales Santos dejó la hamburguesa preparada la noche anterior. Había comprado la carne, la había cocinado y la había metido entre dos rebanadas de pan con unas rodajas de tomate en medio. Por la mañana, se levantó temprano, cuando la ciudad aún olía a café con leche, y entró en una cadena de comida basura. Pidió un cucurucho de patatas fritas y volvió a casa.
El diseñador calentó la hamburguesa y puso una cartulina azul sobre la mesa. Ese día no había ni zumo ni tostadas con mermelada para desayunar. Tocaba hamburguesa. Santos empezó a comer hasta que las marcas de los dientes en el pan adquirieron un cierto interés fotogénico. Ahí paró y la situó en el centro de la cartulina. Al lado arrojó algunas patatas y un par de trozos de tomate.
El tipógrafo abrió las ventanas de la habitación para no desmayarse. El olor a patata alienígena que desprenden esas cadenas de comida rápida quería invadir su casa. Pero Santos lo detuvo a tiempo. El aire de la calle alivió el efluvio y, además, encendió una vela para que el fuego depurador se llevara a los espíritus del refrito.
Entonces trazó las letras de la palabra Yorokobu a lápiz y tomó los dispensadores de mostaza y mayonesa que había adquirido en uno de esos ultramarinos de Madrid que abren hasta tarde. Empezó a cubrir los trazos con el chorro de las salsas a distintas velocidades para dibujar líneas gruesas y delgadas.
Ales Santos partía de la idea de crear una portada sucia para reflejar los mosaicos de salsas que se forman en los restaurantes de hamburguesas baratas. Pero la mostaza y el tarugo de carne se rebelaron ante su intención. Nunca antes se habían visto en las manos de un tipógrafo exquisito y no iban a desaprovechar la oportunidad de aparecer en la foto como si fueran el sabor de la belleza.
«La portada fue evolucionando», cuenta el diseñador. «Al principio pensé en una pieza más manchada, pero después se convirtió en algo más fino. Al final, resultó una tipografía muy elegante en un mundo aceitoso y me gustó el contraste».
Desayunar media hamburguesa y dejar unos restos tan cuidados que duele deshacerse de ellos resultó mucho más rápido de lo que pensaba. Aunque a Santos no le hizo sufrir la fugacidad estética. Lo que de verdad pesó fue el remordimiento de arrojar esos trozos de carne, pan y tomate al cubo de la basura. «Esta va a ser una de las pocas veces que trabaje con comida», reflexiona. «Da mucha pena tirarla».
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