Bicicletas, las pioneras menos laureadas del movimiento feminista

«Creo que la cosa más dañina que he visto en toda mi vida es una mujer en bicicleta, y Washington está llena de ellas. Había pensado que fumar un cigarrillo era lo peor que una mujer podía hacer, pero he cambiado de opinión». En estos términos se despachaba un periodista del Sunday Herald en 1891.

No era el único. «Ella llevaba pantalones», titulaba la popular revista National Police Gazette en 1893. Una joven ataviada con esa prenda en una época en la que lucir muslo era un acto de descaro «causó que cientos se girasen y la mirasen con asombro», según la revista, que ilustraba el escándalo en su portada. La novedad de la imagen no era solo el modelito que su protagonista se había puesto, completamente consciente de que atraería miradas, sino el hecho de que iba montada en una moderna bicicleta.

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Hasta entonces, triunfaban en Europa y Estados Unidos los extravagantes biciclos provistos de enormes ruedas delanteras. Las mujeres que se subían a ellos eran consideradas acróbatas, frescas o bichos raros. Todo cambió cuando apareció la conocida como «máquina segura» e incluyó el sistema de transmisión por correas o los neumáticos.

Solo en 1985 se vendieron medio millón de aquellas cómodas máquinas en el país del Tío Sam. «Para los hombres, la bicicleta al principio era simplemente un nuevo juguete […] Para las mujeres, era un corcel sobre el que pedalearían hacia un nuevo mundo». Munsey’s Magazine plasmaba en 1896 cómo los avances de los vehículos de dos ruedas no eran solamente tecnológicos.

Los pantalones y la autonomía, consecuencias de la revolución

El primer impedimento para la mujer inglesa o estadounidense deseosa de pasear en bicicleta no era moral. Su propia ropa, que en la moda victoriana podía llegar a pesar más de diez kilos, suponía un gran problema. No quedaba más remedio que llevar faldas por encima del tobillo para no quedar atrapada en los pedales.

La mejor solución era en realidad la que ya había propuesto la editora y defensora de los derechos de la mujer Amelia Bloomer. En los años 50 del siglo XIX, esta firme defensora de un cambio en la forma de vestir apostaba porque las mujeres pudieran llevar bombachos. Los bloomers, el apodo que se puso a los pantalones femeninos, se popularizaron gracias al nuevo medio de transporte.

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Menos conocida fue la insurrección de los corsés. En los 70, las reformistas de la moda femenina ya habían propuesto el uso de una camisola de algodón que llegaba a la cintura como alternativa a los rígidos corsés que impedían respirar profundamente e incluso desplazaban los órganos internos en su lucha por deformar el cuerpo.

Emancipation waist (algo así como talle de la emancipación) y finalmente bicycle waist fueron los nombres con los que se denominaron estas nuevas prendas que las ciclistas comenzaron a ponerse. Así lo recoge la periodista, editora y profesora en la Universidad Johns Hopkins Margaret Guroff en The mechanical horse, un apasionante libro en el que ha investigado cómo los inventos de dos ruedas transformaron la sociedad estadounidense.

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Las bicicletas permitieron, además, que las mujeres consiguieran desplazarse por su cuenta. Hasta que se montaron en ellas, estaban permanentemente vigiladas en la calle por un acompañante —en el caso de las solteras jóvenes, una mujer de su familia— o por el propio conductor del carruaje de caballos en el que viajaban.

Con el caballo mecánico, podían sentir libremente el aire en la cara en sus trayectos sin tener que ser supervisadas por un tercero. «El mundo es una nueva y diferente esfera bajo la observación de la ciclista» escribió una periodista de la época. Cuando no podía acceder a la enseñanza superior y ni siquiera tenía derecho a votar, la mujer con bombachos pedaleaba en la buena dirección. No en vano, el movimiento de las sufragistas comenzaría a aparecer en Inglaterra a principios del siglo XX.

Sin embargo, para algunos la independencia era la senda equivocada. «Que las mujeres jóvenes paseen en bicicleta ha ayudado a engrosar las filas de mujeres imprudentes que finalmente se dejan llevar hacia el permanente ejército de mujeres marginadas», señalaba por entonces Charlotte Smith.

Fundadora de la Organización para el Rescate de las Mujeres, Smith se encargaba de presionar en el Congreso estadounidense en nombre de las «mujeres perdidas».  Sorprendentemente, había argumentos para demonizar las bicicletas aún más absurdos que el de esta conservadora fémina.

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El peligro de la masturbación o el terrible mal de la cara de bicicleta

 Algunos médicos también comenzaron a preocuparse por los supuestos efectos nocivos de las bicicletas. Incluso tiraron de fantasías sexuales para defender que el sillín era obsceno: podía enseñar a las mujeres cómo masturbarse, una práctica reprobable en la época. Subir una cuesta podía provocar «sensaciones hasta ahora desconocidas e inadvertidas para las mujeres jóvenes», según reflejó por escrito un doctor en 1898.

No era el único mal que, según los médicos del momento, podía causar la saludable práctica de montar en bici. Agarrar el manillar con demasiada fuerza podía causar entumecimiento de los dedos, un paseo levantando polvo el «dolor de garganta del ciclista» y el esfuerzo constante perjudicaba el funcionamiento del sistema cardiovascular produciendo latidos irregulares o mala circulación.

Agotamiento, insomnio, palpitaciones dolores de cabeza y depresión eran otros de los supuestos males de montar en bici con los que los doctores trataban de disuadir a las mujeres de subirse  a estos vehículos. Tantas dolencias causaba la actividad en casi todas las partes del cuerpo, que hasta un médico de Nueva York se dedicaba a tratarlas en exclusiva.

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De todos los efectos perniciosos que presuntamente causaba , el más extraño de todos era el mal de la «cara de bicicleta» del que habló la revista The Literary Digest en 1895.  Un rostro «habitualmente enrojecido, pero a veces pálido, a menudo con los labios más o menos macilentos, el nacimiento de sombras oscuras debajo de los ojos y una permanente expresión de cansancio», eran algunos de sus ficticios síntomas, además de la «mandíbula apretada y los ojos inflamados». El riesgo de sufrirla era mayor para las mujeres, o eso decía el doctor británico A. Shadwell, que afirmó haber acuñado la ridícula denominación de la falsa dolencia.

Poco a poco fue ganando terreno la razón. En 1896, un médico afirmaba ya en Harper’s Weekly que la bicicleta animaba a «multitudes de personas a practicar ejercicio regularmente» que llevaban tiempo necesitando, las féminas en especial.

Las mujeres también fueron venciendo otras batallas a lomos de sus corceles artificiales, que las trasladaban obedientes  donde ellas ordenasen. «Te voy a decir lo que pienso sobre la bicicleta», declaró la feminista Susan B. Anthony a un periódico en 1896, cuando ella ya no tenía edad para desplazarse en una. «Creo que [la bicicleta] ha hecho más para emancipar a la mujer que cualquier otra cosa en el mundo».

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Las imágenes de este artículo son propiedad de Library of Congress /1 y 5) y Wikimedia Commons (3a, 3b y 6)

2 Comments ¿Qué opinas?

  1. Soy amante del ciclismo y creí saberlo todo. Que equivocada estaba, pues no conocía los principios de como nosotras las mujeres comenzamos a incorporarnos a este gran deporte. Muchas gracias por este articulo por favor hagan mas artículos del ciclismo yo os estaré esperando con ansias.
    Saludos desde Buenos Aires, Argentina.

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