Futuros (Im)posibles: El día que se desencadenó el ApoCATlipsis

23 de febrero de 2015
23 de febrero de 2015
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El 20 de diciembre de 2015 fue detectada por vez primera una mutación altamente infecciosa del calicivirus felino, una enfermedad que afecta al sistema inmune de los gatos y que elimina sus siete vidas en menos de lo que dura una lata de Whiskas.
Al principio, la enfermedad gatuna pasó casi desapercibida para los humanos. Apenas un puñado de veterinarios, medios especializados y las inevitables señoras que alimentan mininos en los parques se hicieron eco del virus, inusualmente letal entre los felinos. Las primeras víctimas fueron los gatos salvajes y los callejeros, pero paulatinamente la enfermedad fue haciendo estragos también entre los caseros. La voz de la alarma la dio YouTube en 2017: el número de vídeos de gatitos había caído estrepitosamente, hecho que hizo tambalear la audiencia del portal. En compensación, proliferaban los vídeos de condolencia in memoriam de los felinos fallecidos, protagonizados por abuelas, deudos y plañideras. Con toda lógica, se lamentaba YouTube; estos apenas conseguían una fracción de las visitas de los vídeos que protagonizaban sus difuntas mascotas.
El 12 de agosto de 2019 una oronda gatita madrileña de nombre Tamara «se fundió con el universo», en palabras de su compungida dueña. Era el último ejemplar de su especie, el único vertebrado que, junto con el perro, la paloma y la rata, había logrado medrar a la sombra del homo sapiens. Se acababa de desencadenar el Apocatlipsis, bautizado así por el veterinario palentino Mejuto Civantos.
El primer efecto colateral de la defunción masiva de los gatos fue la proliferación de las ratas y su incómodo séquito de acompañantes: pulgas, piojos y enfermedades infecciosas. La peste bubónica, exterminada en el mundo desde el siglo XVIII, volvió con inusitada fuerza en India, diezmando al 10% de su población. Ratas negras del tamaño de un niño de teta usurparon el nicho ecológico que dejaron vacante sus antiguos predadores.
A los supervivientes de la peste no les fue mejor. Las propias ratas, los ratones y otras alimañas aprovecharon el vacío de poder generado en el Nuevo Orden postgatuno para hacerse fuertes en los silos de cereales de todo el mundo. La alargada sombra de la hambruna acalló definitivamente las voces de los negacionistas del Apocatlipsis, para quienes los gatos caseros eran una «especie parásita» del hombre que había intercambiado «confort por el privilegio de dejarse acariciar».
Puede que los gatos se hubieran aprovechado de la insólita generosidad de los humanos hacia ellos, pero lo cierto es que la súbita desaparición de los 600 millones de esta clase de félidos que poblaban los sofás y radiadores del planeta sumió a otros tantos millones de hogares en un absoluto desamparo emocional. Inadvertidamente, los inertes felinos llevaban siglos actuando como pararrayos del estrés y sumidero del mal rollo de familias y parejas: «Un mundo sin gatos es un mundo miserable», dictaminó el presidente de la III República Española, Pablo Iglesias Turrión, en un sentido mensaje en Facebook Estatal, la filial nacionalizada de la red social.
Las palabras de Iglesias no eran un brindis al sol. España era uno de los países más perjudicados por la desaparición de los gatos, en calidad de primer exportador mundial de sepiolita, el absorbente mineral que sirvió durante décadas de lecho para que estos animales hicieran sus deposiciones, si antaño hediondas, hoy añoradas.
En el solar de lo que durante la Bonanza Gatuna fue la mayor mina del mundo de sepiolita, a los pies del cerro Almodóvar, en Vallecas, se alza hoy un gigantesco monumento con la leyenda: «Al gato, amigo, camarada y benefactor».

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