Gertrude Jekyll (1843) empezó a formarse como pintora en Kensington School of Art, pero su vista pronto le dio problemas. No obstante, sin ese obstáculo tal vez hoy no hablaríamos de ella y la belleza de la campiña británica no sería la misma en nuestra imaginación.
Jekyll cambió el pincel por las plantas y las flores. Dejó de representar la belleza para darle vida y hacerla germinar. Creó obras cuyos colores podían admirarse, y también olerse y transitarse. Cuadros para los cinco sentidos.
Entre finales del siglo XIX y principios del XX, diseñó más de 400 jardines: un acervo que ayudó a componer el imaginario del campo inglés. El verano de la isla, único y engalanado, sosegado y extasiante, viajó por todo el mundo de la mano de Jekyll. Sus santuarios verdes llegaron al continente europeo y a América.
La mujer de los jardines difundió sus ideas estéticas y artísticas a través de más de mil artículos para revistas especializadas como Country Life Magazine o The Garden. Sus textos hablaban de sus paraísos floridos como extensión de su experiencia como pintora. Esas palabras estuvieron entre las manos de otro apasionado de la jardinería llamado Claude Monet, uno de los creadores del impresionismo, que era suscriptor de Country Life.
Se cree que Monet y Jekyll no llegaron a conocerse, pero ambos compartían una obsesión por los colores: una forma de comprenderlos más como protagonistas que como simples complementos de las figuras y los elementos del paisaje.
Cuando ella estudiaba arte, conoció un estudio científico que iba a cambiar su vida: la teoría del color de Michel Eugène Chevereul, un químico que vivió más de un siglo y que enunció así la ley del contraste simultáneo: «Dos colores adyacentes, cuando son vistos por el ojo, aparecerán tan diferentes como sea posible».
Una frase sencilla y enjundiosa a la vez: esconde el secreto físico por el que los jardines de Jekyll lograron alcanzar una viveza y una personalidad cromáticas nunca vistas.
EL AMOR POR LA JARDINERÍA ES UNA SEMILLA QUE NUNCA MUERE
Gertrude Jekyll renegaba del conocimiento absoluto. Aseguraba que nunca dejaba de aprender y que, para eso, dedicaba largas horas a la observación. Se comunicaba con sus vergeles; podía llegar a sentir cómo brotaba el vínculo, la amistad. Y era una amistad honesta, de las que te permiten captar y fomentar el potencial del otro.
«El amor por la jardinería es una semilla que, una vez sembrada, nunca muere, sino que crece, crece y crece hasta convertirse en una fuente de felicidad cada vez mayor», expresó en 1899.
Esta disciplina, al contrario que la pintura o la escultura, no puede jugar a la permanencia. Depende del ciclo natural de la vegetación, y el diseño debe prever todas las gamas de color que una planta exhibe a lo largo de su vida: «Nunca me canso de admirar el fino y sólido follaje… su belleza permanece tanto en invierno como en verano, y adquiere una espléndida coloración invernal de un cálido color rojo bronce», detallaba refiriéndose a las bergenias.
Sus obras viajaron, se sembraron en Francia o Estados Unidos, pero lo hicieron solas, separadas de la madre. A Jekyll no le gustaba abandonar su hogar. Prefería el reposo de sus plantas y sus flores; adoraba la soledad que le otorgaban para reflexionar y para aprender la dulzura de la paciencia y la contemplación.
UNA FE SIN LÍMITES
Era, para ella, una profesión y una fe sin cauce. Gertrude Jekyll creía que no existía lugar en el mundo lo suficientemente árido como para resistirse al amor de las semillas. Y menos si se trabajaba duro: era perfeccionista y diseñaba al milímetro, en sus cuadernos, la composición de sus pequeños paraísos. Esa misma pasión la llevó a romper con los formalismos victorianos de la época.
Una de sus grandes creaciones fue Munstead Wood, en la villa de Busbridge. El espacio nació de la colaboración con el arquitecto Edwin Lutyens, con quien iba a alumbrar unos 120 parajes semejantes.
A 60 kilómetros de Munstead se encuentra la destilería donde se produce English Estate de Bombay Sapphire, una edición limitada que transmite la esencia del verano de la campiña británica. La marca trata de impregnarse de unos paisajes y unos espacios que son ya inseparables del legado de Jekyll.
Un legado que pudo nacer gracias a la entrega y al hacer virtud de la carencia. Hay quienes dicen que sus problemas de visión fueron los responsables de su forma única de componer sinfonías vegetales.
Siendo así, sus obras pueden significar mucho más que una búsqueda de solaz estético. Se trata de una propuesta performativa, un reconocimiento de la belleza incondicional del mundo. Es como si, con cada ramito de pétalos, Jekyll nos dijera: «Quiero que veáis el mundo como yo lo veo. Quiero que sepáis que incluso un problema de percepción puede ser una oportunidad para descubrir una belleza distinta».