El local pasa desapercibido, en parte, por el sol, que refleja un camión de la basura en el cristal. No es el mejor momento del día para mirar el escaparate. Pero oculte lo que oculte el sol, no logra esconder la inscripción blanca sobre un toldo granate: Guitarrería José Romero.
Un hombre sentado junto al escaparate mira el móvil o mira a la nada. También pasa desapercibido. Podría ser cualquiera que se ha sentado a descansar, pero parece que dentro del taller no hay nadie.
José Romero es uno de los últimos guitarreros artesanos o constructor de guitarras, como él se hace llamar. Vino de Baeza, Jaen, cuando todavía era pequeño, empujado por una familia en busca de un futuro mejor.
Lo de José con las guitarras no fue algo vocacional. «Con catorce años no te da tiempo a pensar en lo que quieres y en lo que no quieres», recuerda. Él simplemente estaba buscando trabajo, como tantos chavales de su edad en la España de hace medio siglo. «Encontré una guitarrería en la que había un cartel que decía: se necesita aprendiz. Y dije: coño (con perdón), la guitarra se hace. Lógicamente».
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Con 14 años no es fácil darse cuenta de que todas las cosas materiales se hacen porque el mundo nos las muestra ya hechas y si, como dice José, no hay tiempo para pensar, tampoco lo hay para preguntarse sobre el origen de las cosas. José era un futuro guitarrero descubriendo el potencial de sus manos. Quizás sea ese el momento más importante en la vida de un artesano.
Entró en la escuela del maestro José Ramírez, de la mítica dinastía de los Ramírez, una de las familias de guitarreros más prestigiosa de España. Pero sí se fue enamorando del arte de construir guitarras con el tiempo. Y quién no. Desde aquel 23 de septiembre de 1968, cuando todavía era un niño de 14 años que no tenía tiempo para pensar en lo que quería, ha vivido rodeado de mástiles, clavijeros, soleras y puentes.
Desde que descubrió que las guitarras se hacían, no ha podido dejarlas. Así lleva 47 años rodeado de guitarras. ¿Cuántos como él quedan en Madrid? José no se lo piensa demasiado: «Quedan dos más. Los tres aprendimos en la misma escuela».
Comenzó como ayudante de oficial y a los 17 años ya era oficial de segunda. No pudo esperar más y, un año después, al regresar del servicio militar, solicitó la prueba de oficial de primera, que presidía el propio Ramírez. Desde 1983, tiene su propio taller en el número 30 de Espoz y Mina. Es un lugar pequeño, casi escondido, en pleno centro de Madrid.
José es uno de tantos artesanos que han tenido que hacer alguno de sus instrumentos para facilitar su trabajo. Hacer para hacer mejor. En su caso, se trata de una lima, inclinada, que sirve para limar el puente de la guitarra al que difícilmente pueden acceder las limas convencionales. José muestra qué parte lima exactamente su creación.
El guitarrero trabaja solo. Con paciencia. Hace sus guitarras con mucho mimo y, en estos casos, las prisas siempre están de más. «Tardo entre 30 y 40 días en hacer una guitarra, ocho horas al día. Es decir, hago unas 11 o 12 guitarras al año». Pero antes de todo esto, la madera ya ha sido curada durante años, incluso décadas. Basta mirar el precio de algunos instrumentos al azar para preguntarse si tanto trabajo compensa y si se puede seguir viviendo de esto. Hay guitarras de 400 y 600 euros. Parecen demasiado baratas. «Bueno, si no se pudiese, no seguiría haciéndolo después de tantos años», sonríe. Exactamente 32 son los años que José lleva en este taller. Por supuesto, Romero también construye guitarras que cuestan miles de euros.
299 horas en tres minutos
Desde que se construye la solera hasta que se barniza una guitarra, pueden pasar meses. La serie de vídeos The art of making, dirigida por los griegos Spiros Rasidakis y Dimitris Ladopoulos busca inspirar a la gente que se atreve a seguir creando y soñando, a pesar del pesimismo que les rodea a diario.
«Piezas de madera, amor, conocimiento y 299 horas de trabajo condensadas en una película de tres minutos», así resumen los creadores del vídeo The art of making–Alma flamenca, que muestra, con el luthier Vassilis Lazarides, cómo se hace una guitarra.
Junto a su exposición de guitarras, José Romero ha colocado unos folletos publicitarios y uno que enseña a mimar una guitarra en varios idiomas. «El mayor peligro es la humedad o sequedad extremas y, sobre todo, el paso brusco de un ambiente húmedo a otro muy seco, la evaporación rápida de la humedad puede ocasionar rajas, por muy curada que esté la madera», escribe al principio.
Las indicaciones de Romero resumen el excesivo mimo con el que cuida e incita a cuidar de una guitarra. Él insiste, sobre todo, en aislarla de la humedad y advierte del peligro de colgar la guitarra en una pared.
José Romero no solo muestra sus guitarras. En su tienda-taller también expone un laúd con el clavijero inclinado hacia atrás, como los de la edad media, y un curioso instrumento, como una enorme guitarra a la que le hubiesen arrancado un pedazo. «Se lo vi a un artesano en Granada y me lo tuve que quedar. Es un instrumento único, no sé si habrá más. El sonido es espectacular, aunque es un poco incómodo de tocar. Es un intracordio», explica.
«Majestuosa», «acabados perfectos», «suave», «la mejor que he tenido en mis manos». Basta dar un vistazo rápido a foros de guitarra como el de ‘Arte pulsado’ para ver cómo definen las guitarras de José Romero sus clientes. El artesano elige las mejores maderas. Eso también lo atestigua, en el mismo foro, quien le proporciona gran parte del material. La dedicación que pone en cada guitarra, la calidad de los materiales, la delicadeza de los acabados, y ese algo de sí mismo que pone en cada guitarra, según asegura y según sus clientes sienten, han convertido a José Romero en uno de los luthiers más prestigiosos de Madrid.
Mientras quede un artesano que, como José Romero, ame lo que hace y deje una parte de sí mismo en los objetos que construye, oficios como el de guitarrero seguirán estando en peligro de extinción. Solo en peligro.