Luis XIV enseñaba sus pantorrillas en plan fuegote. Eran pura golosina. Él lo creía, y por eso las lució, ante el pintor Hyacinthe Rigaud, extensas y embutidas como cañas de lomo. En tiempos más modernos, la exhibición de las piernas se ha asociado a la sensualidad de las mujeres, pero en otras épocas, unas patas fuertes y musculosas irradiaban erotismo masculino.
«Luis XIV siempre hablaba de sus piernas y hasta muy mayor se hacía pintar con ellas bien a la vista. Hay textos en que varios autores daban las medidas de ellas», explica Laura Luceño, profesora de Historia del Traje de la Universidad Politécnica de Madrid.
Aunque la estética del Rey Sol resulte hoy ridícula, evidencia una clave de la moda y del gusto humano: la ropa ha construido (casi) siempre el erotismo haciendo malabares entre la ocultación y la insinuación. O de manera más precisa: haciendo evidente lo que no se está mostrando.
El filósofo George Bataille escribió: «El erotismo es antes que todo un ejercicio o intento de comunicación». Comunicar es transmitir un mensaje desplegando un lenguaje común.
Si el sexo y la corporeidad son las palabras, la moda (sea de prendas o de gestos) es la sintaxis: la forma de distribuirlas, de insuflarles ritmo y erizarlas de música; es decir, el método para que signifiquen mucho más de lo que significan por sí mismas.
De la historia del erotismo en la moda se deduce que la insinuación siempre se ha fabricado abriendo ventanas en la ropa. Son huecos o silencios en medio del tejido: escotes de pecho, aberturas en la espalda, rajas en las faldas, pantalones rotos, encajes, tirantes. O transparencias y prendas ceñidas, que desvelan el cuerpo de una forma distinta: a través de la perfilación y no del destape.
El premio nobel Mario Vargas Llosa trazó una definición que ahonda en la idea de erotismo como reelaboración o desnaturalización: «El erotismo es un enriquecimiento del acto sexual y de todo lo que lo rodea gracias a la cultura, gracias a la forma estética. Lo erótico consiste en dotar al acto sexual de un decorado, de una teatralidad para, sin escamotear el placer y el sexo, añadirle una dimensión artística».
La desnudez a pelo no es erótica. Un hombre o una mujer, desconocidos, caminando al natural por la calle, rascándose, comprando el pan sin desplegar poses insinuantes, provocarían más incomodidad que deseo, y más en una sociedad que posee una visión cada vez más artificial de la desnudez.
¿Cómo se ha ido articulando este juego entre ocultación y descubrimiento a lo largo de la historia de Occidente?
«Siempre ha habido esa dualidad y ambivalencia en la moda: por un lado está hecha para tapar y, a la vez, se abre un escote hasta la cintura para enseñar. En esos contrastes radica la sensualidad: en mostrar para que imagines. Da más ganas de ver lo que casi ves que lo que te enseñan», reflexiona Luceño.
ROPA DESEROTIZADA MEDIEVAL
Cuenta la experta que, durante el Románico, las prendas masculinas y femeninas eran muy semejantes. Ambos sexos llevaban sayas y calzas. La única diferencia correspondía a la extensión: las de las mujeres eran más largas, mostraban menos.
Poco a poco, del siglo XI al XIII, los vestidos se van ciñendo al cuerpo. La guerra facilitó los cambios en el caso masculino: «Por motivos militares, para favorecer la movilidad, el atuendo se estrechó. La guerra aflojó las normas de indumentaria y permitió mayor adaptación», anota Luceño.
LA PRIMERA VENTANA A LA SENSUALIDAD CONTEMPORÁNEA
Ocurrió en Francia, a partir del siglo XVII. «Empezó a mostrarse tímidamente la parte de arriba del corsé. Se cree que fue entonces cuando esta zona empezó a tener una connotación de sensualidad para la mujer», comenta. Un paso escueto, pero pudo ser el primero para que la ropa interior adquiriera ecos eróticos: «La ropa interior eran camisas, parecidas a un camisón blanco. Había poca sensualidad, y aquí empieza a cambiar».
Esos pocos centímetros son los tatarabuelos de las lencerías elaboradísimas de hoy, esas que algunos asocian a la cosificación de la mujer y otros, a una libertad de expresión corporal.
EXTRAÑAMIENTO ENTRE GÉNEROS
Una de las direcciones de la sensualización es la separación de lo masculino y lo femenino. Se fortalece el misterio (el desconocimiento) como motor del deseo: se sublima la belleza de lo diferente, aquello a lo que uno no tiene acceso en sí mismo.
Esta exaltación del contraste entre géneros no solo se orientó hacia el pecho femenino. «Hasta 1580, la bragueta era una parte exenta. Era, además, una bragueta muy prominente», detalla Luceño. O sea, que había rellenos para el pene. En los cuadros de la época (por ejemplo, de los Tudor o de Carlos I de España), los hombres lucían unas huevadas donde podía posarse una familia de gorriones.
También los jubones, en el siglo XVI, ayudaron a hacer más rígido y corpulento el torso del hombre como signo de virilidad.
DOÑA IRA DIVINA NO LLEVABA ESCOTE
La historia del erotismo en la moda dice que procedía de Chipre. Corría el siglo XVI. De pronto, se inauguró la piel del pecho, pero aquello agitó los espíritus: «Los escotes fueron una innovación que provocó fuertes reproches por parte de la Iglesia, y eso que no eran muy excesivos en la época: iban hacia el principio del pecho y eran más bien estrechos», dice la experta.
La religión, pese a ser la representante en la tierra de algo tan hardcore como la vida eterna, dedicó sus ceños y sudores durante siglos (y todavía) a una labor poco trascendental como la vigilancia de trapitos. «La religión siempre ha influido, el desnudo se aceptó culturalmente como algo malo, como algo que había que tapar».
Pero la megalomanía del escote era imparable. Esta fue la primera claudicación de la ropa ante el avance del cuerpo. Hoy, los espacios vacíos se desarrollan con decenas de formas creativas: en el pecho, los costados, la espalda. Incluso, hace poco, se anunció la tendencia del escote invertido, que tapa el esternón pero libera el vientre y la parte de abajo del pecho, el cierre de la curva.
¿Por qué su éxito? «Tiene que ver con el hecho de que el pecho es una de las cosas que más diferencian al hombre de la mujer, y por eso se le atribuye un concepto mayor de feminidad», sintetiza Luceño.
EL ARTE DE TAPAR EN ÉPOCA DE DESTAPE
Hasta entrado el siglo XX, la falda de la mujer siguió barriendo el suelo. Uno podía morirse ver nunca el mar y sin llegar a saber si eso de que las mujeres poseían dos piernas autónomas era cosa cierta o solo un rumor. El silueteado de su anatomía se aplicaba solo de cintura para arriba: los corsés ahorcaron cinturas durante decenios.
Así se fue extremando el vínculo entre belleza femenina y modificación de la imagen del cuerpo. Entonces, la ropa se encargaba de la tarea. Más tarde, a finales del siglo XX, las prendas se hicieron más livianas y más ceñidas: los cuerpos se liberaron, pero también perdieron una estrategia. La ropa ya no servía tan fácilmente para simular una silueta: ahora, la modificación debía hacerse en la propia carne.
«No pasaba nada por que la mujer tuviera tripita, pero en los 80 llega Flashdance y el aeróbic de Jane Fonda, y la mujer empieza a tener que ir al gimnasio para no tener tripita».
Al hombre le llegó el turno más tarde, casi entrando al nuevo milenio. Él llevaba desde el siglo XIX vistiendo trajes clásicos: «En la burguesía, la riqueza se mostraba a través de la mujer, con unos trajes muy ornamentados. De ahí viene la expresión mujer florero».
Se ha contado que, en el siglo XIX, algunos hombres usaron corsés y lo pagaron con el escarnio: los tildaron de afeminados. Pero algo cambió a partir de los 90. El traje masculino empezó a estrecharse y a subrayar la figura. En aproximadamente un siglo, un mismo recurso pasó de considerarse femenino a representar la virilidad. A partir del año 2000, arrancó el reinado del slim fit. Según Luceño, la ropa estrecha se inspiró, probablemente, en la estética de las estrellas del rock de los 70.
De una aleación parecida procede el bum de los pantalones rotos. «Los veo asociados con los movimientos contraculturales y con el punk del 74 o 75. En principio, no eran tanto por reivindicar una sensualidad», analiza Luceño.
Pero la estética del deterioro simulado ha ido ganando en potencial sensual. Los cambios de indumentaria no suelen ser gratuitos. ¿Significará cada raja en el vaquero que lo deseable y atractivo hoy es la rebeldía y no la sumisión? ¿O significará que la rebeldía murió o dejó de asustar, y por eso tanta gente se atreve a adoptar (a ocupar) su estilo?
EL ENCAJE, LA ÚLTIMA FRONTERA
Siglo XXI. Hay desnudos parciales y completos a golpe de clic, bufés de prácticas sexuales a golpe de clic; el disfrute sexual es razonablemente libre y accesible –y también está a golpe de clic (o de match)–. Sin embargo, el homo sapiens es un adicto a la mentira y al picorcito de la incertidumbre.
El encaje adoptado en la lencería es la última frontera. «El encaje decora, tiene muchas flores y formas, es una artesanía que juega mucho con ese mostrar e insinuar», valora Luceño.
Incluso para esa fracción de tiempo que pasa entre que una pareja empieza a desnudarse y se desnuda del todo, el ser humano necesita ver (o mostrar) un juego de sombras. Hay incluso, dentro de las gamas que Luceño denomina pornochic, conjuntos diseñados para no desprenderse de ellos mientras se practica sexo.
Hasta en el momento catártico, en el final del camino de la seducción y la búsqueda de intimidad; hasta en ese éxtasis, los humanos preferimos tener la sensación de que algo se nos escapa.
Fe de errores: Por influjo calenturiento del físico Luis XIV, se nos nubló el juicio y, en una primera versión, en la primera línea, pusimos «glúteos» donde debíamos escribir «pantorrillas».