En la sociedad actual, redes sociales como Instagram se han convertido en el escaparate por el que muchas personas se acercan a la realidad. Un canal que tiene mucho de aspiracional y que permite que un influencer convierta un lugar desconocido o infecto en el destino de moda.
Una mención (o unas cuantas) en Instagram puede ser lo que decante la balanza entre el éxito y el fracaso para, por ejemplo, un restaurante. Conscientes de ello, los diseñadores de interiores han empezado a desarrollar tabajos que, además de atractivos, sean fácilmente reproducibles en fotografía de cara a la red social.
Por esta razón, los ambientes con luces tenues han dejado paso a los lugares diáfanos y luminosos. Los materiales ya no brillan, sino que suelen ser mates, como la pizarra, para que no se refleje el flash. Los platos se presentan de forma atractiva y tampoco está de más que el nombre del local aparezca de forma reiterada en diferentes lugares, no vaya a ser que el instagramer en cuestión se olvide de etiquetar correctamente el sitio.
Este fenómeno no solo está afectando a los restaurantes. Los comercios minoristas también están reformando sus interiores para que puedan ser fotografiados. Incluso invitan a los clientes a que se tomen fotos y las compartan en sus cuentas personales o en las del propio comercio. Toda promoción es poca.
Sin embargo, lo más sorprendente es que instituciones que no están sujetas necesariamente a criterios de rentabilidad económica, como los museos, no se quieren quedar al margen de esta revolución.
De forma más o menos consciente, algunos centros de arte están diseñando sus exposiciones para que resulten más fotogénicas. Según cuenta la periodista Emily Matchar, el Museo Getty de Los Ángeles ha reorganizado los espejos de su galería de artes decorativas para facilitar las selfis de los espejos. Y el Museo de Arte de Birmingham muestra en su página web los lugares de sus instalaciones que resultan más adecuados a la hora de tomarse un selfi.
Pero esto no les gusta a todos. Muchos expertos en arte critican esta deriva. Más allá de banalizar el arte, lo que señalan es que, con su actitud, el espectador deja de prestar atención al objeto de la muestra para preocuparse únicamente de tomar fotografías.
Por ello, algunos proponen buscar un equilibrio que consistiría en organizar muestras en las que los visitantes tengan que participar de la obra de arte para disfrutar de ella. De esta manera, su interés y posibilidades de hacer selfis disminuiría considerablemente.
Instagram está cambiando la forma de ver el mundo. Hasta las revistas de viajes utilizan la red social como reclamo para sus artículos. Algunos reportajes ya recomiendan los lugares más compartidos de una ciudad en este canal, lo que no quiere decir que sean los lugares más turísticos. Ahora, callejones, barrios del extrarradio, tapas de alcantarilla o túneles del metro son lugares y elementos valorados por los viajeros que, si es preciso, se desplazan a lugares que aún no se incluyen en las guías.
Las propias ciudades se están aprovechando de esta fiebre. La cuenta de Twitter del Ayuntamiento de Roma, por ejemplo, publica todos los días imágenes de la ciudad sacadas de las cuentas de Instagram de los vecinos o visitantes de la Ciudad Eterna.
Pero como todo en la vida, los beneficios que aporta Instagram también llevan asociados ciertos inconvenientes. Algunos sociólogos, urbanistas y diseñadores han comenzado a dar la voz de alarma por la homogeneización que está sufriendo el mundo debido a esas representaciones compartidas a nivel global.
Lejos de ser una ventana a la diversidad de culturas y escenarios, Instagram unifica el mundo en una estética muy concreta (basada en una visión occidentalizada, joven y económicamente pudiente) que, al final, acabará empobreciendo y distorsionando la realidad compartida.