El escritor mexicano Alfonso Reyes, en sus Obras completas (1956), entiende la sonrisa como el momento en el que la conciencia despierta. Muestra que el punto de origen de la Historia es cuando un dominado toma conciencia de sí a partir del reto al amo. Esa libertad se adquiere en una sonrisa.
«Mientras no se duda del amo no sucede nada. Cuando el esclavo ha sonreído, comienza el duelo de la Historia», nos dice Reyes.
Pero esa sonrisa no es, desde luego, una expresión de placer o entretenimiento, sino más bien de lo opuesto. Es una sonrisa crítica, descontenta e ingeniosa. Lo que viene siendo un sarcasmo, la mejor forma de humor para hacer estallar los egos que se creían invulnerables.
Twitter es una dehesa de sarcasmos que, a veces, lindan con la agudeza y, otras, con el sadismo. Hasta hace poco era territorio anónimo, y esa impunidad ha permitido minar el valor crediticio de los fantasmas que se sueñan caciques de la política, de los medios y hasta de las artes.
El problema es que este humor es elitista, y eso hace que, en ocasiones, sea extrañamente malinterpretado por aquel que recibe el insulto. Hace poco, por ejemplo, el community manager de una marca de ropa española más bien impopular, quizá cegado por la lealtad a su empresa, retuiteó un comentario que adulaba la belleza de sus prendas. Craso error, pues era evidente que se refería a todo lo contrario. Y eso aumentó el escarnio.
¿Y cómo es que, si era tan evidente, aquel infortunado no se percató? No es porque sobre gustos no haya nada escrito, sino porque el comentario sarcástico suele encerrar un enigma, que no todos pueden desentrañar. En este caso, la ropa era comparada con otra cosa objetivamente fea, sin adjetivar. Solo los que conocían esa otra cosa pudieron reconocer certeramente el sarcasmo. En la comunicación oral, el conocimiento de ese tipo de circunstancias son cruciales para tantear el significado de un comentario así. En la escrita, sin embargo, podemos ser sarcásticos declarados, con fáciles recursos como comillas o mayúsculas. Por ejemplo: «Qué ‘guapa’ es la novia de Pedro» o «no has sido PRECISAMENTE amable».
Mas es complicado. Ni los gurús del sarcasmo pueden identificarlo siempre. Por eso, el gobierno de EE UU está diseñando un software para su detección, analizando el estado de ánimo basado en el tuit y la influencia del usuario. Desorientados entre ambigüedades y giros del lenguaje, los americanos pretenden poner puertas al campo con un algoritmo imposible para evitar así los falsos positivos. Pero no son algo nuevo.
Etimológica y empíricamente, el sarcasmo ya existía en la Antigua Grecia, donde significaba «desollar» e, incluso, «carne rasgada». Siempre ha querido repartir golpes etéreos a diestro y siniestro. Ingenuidad fingida, caricaturización, exageración, incluso un simple gesto. No tiene forma definida, pero es oportuno y efectivo. Conjuga la elegancia en las formas y la firmeza en los juicios.
Un poco más tarde, ya en la época de Cristo, contamos también con anécdotas de sarcasmo, que se ajustan más a la definición de la RAE: «Burla sangrienta, ironía mordaz y cruel». Pocas mofas más virulentas que la de los soldados, parodiando la adoración imperial, cuando gritan a Jesús en su cruz: «¡Salve, Rey de los Judíos!». O cuando el Señor le pregunta al pérfido Caín por su hermano, Abel, y este responde, con socarronería: «¿Soy yo acaso guardián de mi hermano?». Quizá por eso el libro sagrado condena claramente el sarcasmo, pues son palabras candentes, dice, que brotan con la furia: «La blanda respuesta quita la ira; mas la palabra áspera hace subir el furor» (Proverbios 15:1)
En fin, esta clase de humor siempre encerrará controversia. Es obvio que la burla nunca hace gracia al pitorreado, pero toda mente audaz y poco cándida disfruta con este placer retorcido. Quizá lo más certero es percatarse de que esa mente, además, está contrariada y su jerga hostil esconde algún lamento.
No ha habido jamás amargura más vanidosa ni más digna que el sarcasmo.