Tony Judt dijo: «La historia es un cuento, un cuento necesita un narrador y un narrador necesita situarse en algún lugar». Es algo parecido a lo que pensaba otro historiador, Hayden White, sobre su propia disciplina: que toda narración histórica tiene un punto de interpretación, de ficción.
Esto tiene una parte buena: la historia no tiene por qué ser algo aburrido, al contrario, puede divertir tanto como un cuento. Pero también encierra inconvenientes: si el historiador necesita situarse en algún lugar, ¿cuánto afecta a la realidad de los hechos el punto de vista desde el que escriba?
Comprobémoslo con un caso práctico al que llamaremos La batalla de Santa Úrsula: dos versiones casi idénticas de la misma historia, ni una palabra más cada una (exactamente 735), pero con un resultado completamente diferente.
LOS HECHOS
Una señora. Otra señora. Unos 84 años una; otros 84 años la otra. Una tienda de ultramarinos. ¿La hora? A mediodía, aproximadamente. Una de rojo; la otra de azul. Una muleta por persona. ¿El día? Nochebuena. Comienza una pelea. Al menos tres testigos. Ningún fallecido.
Me encanta esta escena eliminada de Piratas del caribe pic.twitter.com/qkXWNDuB7p
— Anuncio (@adrimiercoles) December 10, 2021
I: La pobre Señora A
Eran las 13:35 h. del sábado 24 de diciembre de 2021. Como cada Nochebuena, toda la familia esperaba el plato estrella de la Señora A. Y a eso iba: tenía ya todos los ingredientes encima de la mesa y las ventanas medio abiertas para ventilar los olores cuando vio que faltaba el mango. Miró en todas las estanterías de la cocina, también debajo de la cama (su Juan tenía la vieja costumbre de posguerra de guardar fruta ahí).
«¿Habéis visto el mango?», preguntaba a gritos la Señora A mientras su vecina, la Señora R, la observaba desde el otro lado del patio amargada: le guardaba rencor porque ella no tenía a nadie. A pesar de todo, cada año la Señora A pensaba en invitarla y, cada año, surgía algún imprevisto que lo impedía. Desesperada, prometió a la Virgen que, si encontraba el mango, este año la invitaba.
Siguió buscando… pero ni rastro del mango. Hasta que, en un instante de lucidez, recordó que la tienda de la esquina seguía abierta y aún quedaba un mango: sin él no habría receta, sin receta no habría fiesta, sin fiesta… Miró emocionada de nuevo al piso de enfrente, pero su vecina había desaparecido. Este año la señora R no cenaría sola.
Diez minutos más tarde, la Señora R, de rojo, y la Señora A, de azul, se cruzaron en Santa Úrsula, la tienda de ultramarinos pegada al parque de Prosperidad a la que iban desde niñas. Y ahí reside la clave para entender lo que sucederá a continuación: desde niñas, la Señora R envidiaba con toda su alma a la Señora A por ser la persona más querida y popular del barrio.
La Señora R, como de costumbre, iba dando el cante con su muleta. La Señora A, en cambio, lucía sonriente con su bolsito al hombro. También llevaba muleta. Más esa mañana, con el suelo aún húmedo de la helada que había caído por la noche, no vaya a ser… Henchida de espíritu navideño y sintiéndose mal por todo lo que había pasado los últimos años, la Señora A se reafirmó en su idea: «Es Nochebuena, ¿por qué no hago algo bueno?».
No había terminado de cruzar la puerta cuando vio a la Señora R coger el único mango que quedaba. Después, sacó el monedero para pagar. Le temblaban las manos, como si sus dedos anunciasen sus planes: «Con lo envidiosa que es ¿habrá escuchado que necesito un mango —conjeturaba A— y pretende quitármelo por no invitarla?».
La Señora R le puso el mango delante de la cara con burla, feliz de robárselo, cuando la Señora A no pudo contenerse más y le murmuró desesperada: «Otro año que cenas sola…». En realidad, poco importa lo que le dijo, pues hacía años que la Señora R estaba más sorda que una tapia; tenía el odio instalado en su corazón y sabe Dios que nada justificaba su plan.
Y así, sin más historia, la Señora R levantó su muleta y, en un giro valiente para mujer tan aparentemente torpe, se plantó amenazante delante de la Señora A. No se lo pensó dos veces, tiró el mango al suelo y sacudió la muleta —ahora garrote— contra su cabeza.
La Señora A, en alarde de reflejos, hizo lo propio con la suya. Los apenas tres testigos, gente de Prosperidad, miraban atónitos a las dos espadachinas. Uno aprovechó el despiste para robar unos chicles Smint de mango —«todo parece ocurrir en torno al mango en este barrio», pensó fugazmente la Señora A, que estaba a todo—. El dependiente, un hombre de unos 40 con gorra roja, se interpuso entre las veloces estocadas. Mientras tanto, los trozos del mango, que del golpe se había partido en mil pedazos, rodaban calle abajo como huyendo de aquello.
«Yo solo quería ayudarte —repetía la Señora A—, ¡lo has estropeado todo!»; a lo que respondió la Señora R con un : «¡Bruja! ¡Más que bruja!». El dependiente, incrédulo, les ofrecía zumo de mango.
Ocurrió a las 13:35 h. en la tienda de ultramarinos Santa Úrsula, en Prosperidad. La Señora A solo quería el mango para hacer su salsa tan rica por Nochebuena. Y estaba a punto de conseguirlo cuando se le cruzó, para su desgracia, la Señora R con su incurable envidia… Al final, cada una por su lado: la Señora A sin su mango, la Señora R sola por Navidad.
¡Cómo para no creérselo!
II: La pobre Señora R
Eran las 13:35 h. del sábado 24 de diciembre de 2021. Como cada Nochebuena, toda la familia esperaba el plato estrella de la Señora A. Y, como cada Nochebuena, desde bien temprano, le tocaba sufrirlo a la Señora R, que pasaba sola estas fiestas desde que aquel horrible accidente de avión…
«No te preocupes, que este año cenas con nosotros», le decía siempre la Señora A. Nunca lo cumplía: casualmente, siempre le surgía algún imprevisto. Eso sí, quienes acudían puntuales a la cita eran los gritos: que si faltaba un mango, que si Juan lo había escondido debajo de la cama… por si fuera poco, las ventanas de par en par.
La Señora R observaba todo desde el otro lado del patio angustiada: recordaba lo importante que era esa noche cuando tenía con quién pasarla. Hasta que, en un instante de lucidez, recordó que la tienda de la esquina seguía abierta y aún quedaba un mango: sin él no habría receta, sin receta no habría fiesta, sin fiesta… Pensando que a un buen gesto seguiría otro —y que esta vez, por qué no, acabaría invitándola a cenar de verdad—, agarró el monedero y salió de casa como un rayo para regalarle ese mango.
Diez minutos más tarde, la Señora R, de rojo, y la Señora A, de azul, se cruzaron en Santa Úrsula, la tienda de ultramarinos pegada al parque de Prosperidad a la que iban desde niñas. Y ahí reside la clave para entender lo que sucederá a continuación: desde niñas, la Señora A envidiaba con toda su alma a la Señora R por ser la persona más bondadosa y valiente del barrio.
La Señora A, como de costumbre, iba dando el cante: con los labios pintados y sin la mascarilla. La Señora R, en cambio, lucía esforzada y respiraba con dificultad. Las dos iban con sus respectivas muletas. Más esa mañana, con el suelo aún húmedo de la helada que había caído por la noche, no vaya a ser… Henchida de espíritu navideño, la Señora R se reafirmó en su idea: «Es Nochebuena, ¿por qué no hago algo bueno?».
Acababa de encontrar la sección de frutería cuando vio entrar a la Señora A. Se puso nerviosa. Cogió el único mango que quedaba y sacó el monedero para pagar. Le temblaban las manos, como si sus dedos anunciasen sus planes: «Con lo envidiosa que es, ¿se enfadará porque se me haya ocurrido comprárselo —pensaba R— sin que me lo haya pedido?».
La Señora R, sonriente, le puso el mango delante de la cara, feliz de regalárselo, cuando gracias a su audífono nuevo escuchó con claridad lo que la Señora A murmuraba: «Otro año que cenas sola; ahí te atragantes, loca envidiosa». Fue entonces cuando la Señora R hizo algo que jamás se le habría pasado por la cabeza, pero sabe Dios que estaba justificado.
Y así, sin más historia, la Señora R levantó su muleta y, en un giro torpe para mujer tan aparentemente valiente, se plantó inofensiva delante de la Señora A. La Señora A no se lo pensó dos veces e hizo ademán de agredirla, provocándole tal susto que se le cayó el mango al suelo. La Señora R, en alarde de reflejos, sacudió la muleta —ahora garrote— contra su cabeza.
Los apenas tres testigos, gente de Prosperidad, miraban atónitos a las dos espadachinas. Uno aprovechó el despiste para robar unos chicles Smint de mango —«¿Qué les pasa con el mango en este barrio?», pensó fugazmente la Señora R, que estaba a todo—. El dependiente, un hombre de unos 40 con gorra roja, se interpuso entre las veloces estocadas. Mientras tanto los trozos del mango, que del golpe se había partido en mil pedazos, rodaban calle abajo como huyendo de aquello.
«Yo solo quería ayudarte —repetía la Señora R—, ¡lo has estropeado todo!»; a lo que respondió la Señora A con un: «¡Bruja! ¡Más que bruja!». El dependiente, incrédulo, les ofrecía zumo de mango.
Ocurrió a las 13:35 h., en la tienda de ultramarinos Santa Úrsula, en Prosperidad. La Señora R solo quería el mango para que hiciese su salsa tan rica por Nochebuena. Y estaba a punto de conseguirlo cuando se le cruzó, para su desgracia, la Señora A con su incurable envidia… Al final, cada una por su lado: la Señora A sin su mango, la Señora R sola por Navidad.
¡Cómo para no creérselo!