No llegó como una revolución declarada, sino como una infiltrada. Empezó como juguete, luego pasó a ser una herramienta y ahora forma parte del proceso creativo. Las escuelas más lúcidas no han tratado de domesticarla, sino de aprender a convivir con ella con curiosidad, escepticismo y sentido crítico. Saben que no es una moda ni un software.
Es un cambio de paradigma que requiere de perfiles que medien entre la creatividad clásica y el nuevo lenguaje algorítmico. El reto ya no es saber usarla, sino saber cuándo, cómo y para qué utilizarla. Porque, como dice Natalia Mirapeix, directora académica de The Atomic Garden, «no se trata de decidir si la adoptamos, sino de aprender a convivir con ella de forma crítica y ética. No hay otra. Es un hecho».