Hubo un tiempo en que llevar pluma estilográfica era lo más. De hecho, lo irrelevante era que sirviera para escribir. Del mismo modo que hoy en día ocurre con el iPhone, lo importante de estas nuevas estilográficas era su acabado, su precio, los materiales caros que componían su cuerpo, el marchamo de su marca, la obsolescencia programada que imponía la nueva versión.
Hubo un tiempo en que la pluma estilográfica representó el paradigma del consumo conspicuo, el consumo por fardar, el de sentirse superior al vecino. Hubo un tiempo en que la estilográfica, incluso, fue algo así como el anillo que buscaba incansablemente Frodo, un objetivo que, al poseerte, te ennegrecía el corazón.
Los principios de la escritura lujosa
Durante tres mil años, usamos los vegetales para escribir: el papiro y la caña. Durante los siguientes dos mil años, sustituimos los vegetales por la carne: el pergamino, obtenido de la piel de ciertos animales, y el cálamo o pluma de ave. Fue a principios del siglo XIX cuando Sheaffer, Parker y Waterman nos permitieron que la escritura se basara en el metal.
En mayo de 1827, un inventor rumano que estudiaba en París, Petrache Poenaru, obtenía una patente por el invento de la primera pluma estilográfica o pluma fuente con cartucho de tinta reemplazable. En 1883, Lewis Edson Waterman, un agente de seguros, patentaba un sistema de alimentación que permitía un flujo controlado de tinta sobre el papel. Eran avances técnicos que hacían más fácil la vida, indudablemente.
Además, constituía un progreso velocísimo en lo tocante a la posibilidad de comunicarnos con los demás por vía escrita: los sociólogos establecen que una generación son unos 25 años. Hace 4.100 generaciones apareció el homo sapiens, el ser humano tal y como lo conocemos hoy en día. Sin embargo, la escritura solo se inventó hace apenas 280 generaciones. La imprenta se inventó hace 22 generaciones. Las máquinas inteligentes fueron inventadas hace nada: Alan Turing sentó las bases teóricas de los ordenadores hace 3 generaciones. Las plumas estilográficas apenas tienen 6 generaciones. Es decir, tuvieron que pasar 4.094 generaciones desde la aparición del primer ser humano moderno para que se concibiera algo verdaderamente útil, eficaz y duradero para escribir (y aun así no lo era del todo, como veremos más adelante).
Sin embargo, bastaron tres o cuatro generaciones para que estilográfica se convirtiera más en un objeto de estatus que en una herramienta. Ese tiempo en el que escribir se dividió en una acción plebeya o aristocrática en función de la herramienta que se usara comenzó a raíz de los tejemanejes de Kenneth Parker. Kenneth era el hijo con ínfulas e ideas descabelladas del célebre George Safford Parker, fundador de la Parker Pen Company en 1888 (y exprofesor de telegrafía). Consciente de que no aceptaría sus propuestas, Kenneth aprovechó que su padre estaba de crucero por África y Asia para convencer a los directores de la compañía de invertir en un nuevo diseño de pluma estilográfica que desprendiera charm: la Duofold.
El éxito de la Duofold fue moderado, pero aun así Kenneth logró convencerles una segunda vez, diez años después, para lanzar otra estilográfica de gama alta, la Vacumatic. No se rindió, y cuando cogió las riendas de la compañía, continuó introduciendo nuevos modelos en los que primaba la estética antes que la funcionalidad, por mucho que su padre renegara de ello. Su filosofía estaba inspirada por las teorías del legendario diseñador húngaro László Moholy-Nagy, que estableció la diferencia entre «obsolescencia forzada» (la evolución natural de los objetos, el paso de, por ejemplo, de un mosquete a una ametralladora) y la «obsolescencia artificial» (cambiar a otros objetos para mejorar el estatus).
Pero consciente o inconscientemente, Parker no solo contribuyó decisivamente a introducir la obsolescencia artificial en el siglo XX, sino que mostró cuán acertada era la teoría del consumo conspicuo del sociólogo Thorstein Veblen. Es decir, que ya sea resultado de la conducta gregaria, la cámara de ecos culturales, la tendencia a que lo más popular parte de una ventaja inicial para volverse aún más popular o el efecto Mateo (nuestra tendencia a ir con la multitud puede desembocar en un resultado indeseable), las plumas estilográficas caras triunfaron del mismo modo que lo hicieron los vídeos VHS o el teclado QWERTY: pura chiripa en vez de la calidad intrínseca.
Con una parafernalia que podría recordar a la de Steve Jobs en cualquiera de sus keynotes, Kenneth presentó al público la Parker 51. La estilográfica más lujosa de la historia equipada con la última tecnología disponible, en algunos casos recién patentada, para llevar a cabo algo tan superfluo como escribir. Era 1941, pero se había finalizado en el año 1939, el 51º aniversario de Parker, lo cual explica el nombre (además era un nombre no alfabético que podía identificarse fácilmente en cualquier lengua del mundo). Tal y como lo explica Sam Kean en su libro La cuchara menguante:
Los capuchones llevaban un baño de oro o de cromo, y un clip en forma de flecha dorada. El cuerpo era tan grueso y tentador para los dedos como un cigarrillo, y se ofrecía en colores elegantes como azul cedro, verde Nassau, coco, ciruela y rojo rabioso. La cabeza de la pluma, de color negro India, que parecía una tímida cabeza de tortuga, se iba afilando hacia una bella boca caligráfica. De esta boca emergía, como una lengua enrollada, un diminuto plumín de oro que administraba la tinta.
Para hacernos una idea de cuánta innovación albergaba la Parker 51, he aquí una relación de algunas de las patentes de sus partes constituyentes:
- Sistema cilíndrico que permitía conducir mejor la tinta con la forma de un fuselaje de avión.
- Tinta Quink, que no se secaba por evaporación, sino que penetraba dentro de las fibras del papel. El nombre Quink en realidad es una contracción de los términos anglosajones quick (rápido) e ink (tinta).
- El problema de esta tinta especial era su alcalinidad, que atacaba el celuloide de la pluma y degradaba el depósito de goma. Por ello, se desarrolló el cuerpo de la pluma en lucite, un material empleado en los aviones B-17 de la Segunda Guerra Mundial y que no se alteraba con la nueva tinta.
- El plumín venía carenado para evitar que la tinta se secara en el mismo
- La forma en que el capuchón se cerraba a presión contra el cuerpo de la pluma (esto fue objeto de dos patentes distintas).
En la punta reside la clave
Lo lógico es pensar que ante nosotros teníamos un cohete de la NASA más que un puro habano que escribía. Pero no era así. No solo porque escribir a pluma no requiere mayor tecnología (y muy pronto la simple funcionalidad de un bolígrafo la desbancaría), sino porque la Parker 51 ni siquiera era cómoda o funcional. Por ejemplo, la punta del plumín era de oro, un material que refleja perfectamente los brillos fenicios del estatus, pero que enseguida se deforma con la fricción y el calor de la escritura.
El estatus no debe de ser cómodo (solo hay que subirse a un Porsche o andar con unos Manolo Blahnik para comprobarlo) pero tampoco puede parecer cutre: imaginad que el motor de cualquier coche caro se estropease cada cincuenta kilómetros. Por ello, la clave para mantener la Parker 51 como un carísimo objeto medianamente útil residió en la punta.
Tras probar con el duro osmiridio, una aleación del iridio y el osmio, se descartó porque eran metales tan raros que el exceso de exclusividad podría condenar el objeto al Museo de las cosas caras que nadie compra. Finalmente, un metalúrgico de la Universidad de Yale contratado por la compañía presentó otra patente para una punta de rutenio, un elemento muy barato pero que logró disfrazarse del estatus necesario, como en aquel caso del pescado barato que se hizo caro: el seki saba.
El éxito fue arrollador. En 1944 se vendían 440.000 unidades. En 1947, 2,1 millones, a pesar de su precio prohibitivo (en algunos casos, 50 dólares, entre 100 y 400 dólares actuales). El cartucho de tinta era recargable, así que no era necesario comprar más que una pluma por mucho, mucho tiempo. Pero no importaba. Todo el mundo quería tener una, o varias, como sigue Sam Kean:
El único instrumento con el que banqueros, agentes de bolsa o políticos con estilo se dignaban a firmar los cheques, las cuentas del bar o las tarjetas de puntuaciones de golf. Incluso los generales Dwight D. Eisenhower y Douglar MacArthur usaron estas plumas para firmas los tratados que pusieron fin a la segunda guerra mundial en Europa y el Pacífico en 1945.
A pesar de que la 51 era más cara que las otras plumas, Parker continuó vendiendo modelos de la 51 hasta 1972, vendiéndose más unidades que cualquier otra pluma construida hasta el momento.
Lo que Parker nos demostró es que no siempre triunfa el más útil o que ofrece mejores prestaciones. En el éxito de un producto hay un toque de tendencia social indomable, así como el sustrato de que la gente quiere comprar aquello que le hace sentir mejor socialmente, no solo lo que le hace vivir mejor. Mirad los tacones de aguja, que provocan lordosis en las mujeres.
Pero Parker no fue la única que alimentó la escalada armamentística del lujo en el ámbito de la escritura. Montblanc tampoco se quedó atrás. El Mont Blanc es la montaña más alta de Europa (4.810), y el logotipo de la compañía, una estrella blanca de puntas redondeadas, representa la nieve que cubre la cima de esta montaña. Con este punto de partida, ya nos podemos figurar las aspiraciones conspicuas de la compañía. Montblanc hizo su aparición en 1906, de la mano del ingeniero August Eberstein, el banquero Alfred Nehemias y el vendedor de artículos de papelería Claus-Johannes Voss. Abunda en ello Fernando Garcés Blázquez en su libro Historia del mundo con sus trozos más codiciados:
Además de su altura, Mont Blanc era un nombre perfecto debido a la fuerte carga simbólica de dicha montaña. Hasta el siglo XIX nadie sentía un interés especial por las montañas, pero el romanticismo puso de moda los paisajes infranqueables y, de manera especial, los Alpes. Pintores y poetas como Shelley, que dedicó sus poemas más celebrados al Mont Blanc, ensalzaron sus cumbres, propiciando la aparición del alpinismo.
El declive del arte estilográfico
El primer escritor en usar una máquina de escribir fue Mark Twain, tras presenciar una demostración del funcionamiento de una Remington en 1874. El primer manuscrito mecanografiado enviado a una editorial, pues, fue su Vida en Mississippi (1883). Pero el invento todavía era muy rudimentario y adelantado a su tiempo, así que en 1875 vendió la máquina y, en su lugar, usó su imagen pública para promocionar dos nuevas plumas estilográficas de dos compañías diferentes.
La expansión de la máquina de escribir no se iniciaría hasta 1930, y el bolígrafo, que hizo lo propio tras la fundación de Bic en 1945, constituyeron los verdaderos motivos del declive en las ventas de las estilográficas, no el agotamiento del ser humano por adquirir herramientas más caras que útiles. A partir de entonces, las estilográficas pasaron a convertirse en objetos de culto, como el vinilo frente al CD. Cuando los bolígrafos empezaron a dominar el mercado de la escritura en los años 1960, Montblanc empezó a crear plumas todavía más lujosas e inútiles, convirtiéndolas en objetos de distinción entre las clases más pudientes.
Patentado en 1938 por el húngaro Laszlo J. Biro, el éxito del bolígrafo vino dado por su asombrosa eficiencia incluso en casos extremos, como en el caso de su uso en los aviones de combate aliados de la Segunda Guerra Mundial, allí donde una pluma estilográfica no era más que un objeto inservible. Irónicamente, el impulso subterráneo que propició el invento del bolígrafo nada tuvo que ver ni con el lujo ni con la utilidad, sino por evitar los lloros de la hija de Laszlo, que siempre llegaba de clase llorando porque sus compañeros le ensuciaban las trenzas con el contenido de los tinteros.
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