Tienes la cabeza como un bombo. Miles de palabras asépticas y cansinas han desfilado ante tus ojos a lo largo del día, durante las 12 horas de trabajo absorbente. Sí, te has quedado unas cuantas horas más para acabar un asunto. Querías ir al cine, a ver si aún ponen la nueva de Wes Anderson, pero otro día que te ha sido inviable. Pasas por el súper, está atestado, sobreiluminado y, de fondo, suena un pop horripilante. La señora de la caja está rabiosa. Maniobras con el carrito hasta el coche. Por fin. Cenas. Te reclinas un poco en el sofá. En La 2, ponen Días de cine. Joder, se te caen los ojos. Te acuestas. Sobre la mesita, el último libro de Emmanuel Carrère, Limónov, con el marcador en la página 95, justo donde lo dejaste hace tres meses. Lo miras de reojo, con una mezcla de culpa y sensación de esterilidad. Ahora mismo no serías capaz de ojear ni un solo párrafo. Con qué energía podrías, insensato, proseguir la historia del estrafalario opositor a Putin. Caes extenuado. Aun así, tu cabeza, plagada de preocupaciones, tardará un buen rato en entregarse al cuerpo.
Es probable que, por desgracia, el yugo de esta rutina te resulte familiar. Mas tranquilo, no estás solo. Bienvenido al siglo de la lógica del beneficio, donde los saberes humanísticos sin provecho no tienen cabida. «Es un asunto más complicado», dirán los abogados de que toda finalidad sea utilitarista. Otros, al escuchar esto, sacudimos la cabeza. No es más complicado, todo lo contrario, es trágicamente simple.
«Y es precisamente tarea de la filosofía el revelar a los hombres la utilidad de lo inútil o, si se quiere, enseñarles a diferenciar entre dos sentidos diferentes de la palabra utilidad», asegura el filósofo francés Pierre Hadot, en Ejercicios espirituales y filosofía antigua.
Frente a la progresiva devaluación de las Humanidades, no hay más que prestar un oído atento a las mentes sutiles que, a lo largo de la Historia, han recordado a sus congéneres que existen saberes que son fines por sí mismos y para los que debemos tener tiempo. Precisamente por su naturaleza gratuita y desinteresada, alejada de todo vínculo práctico y comercial, pueden ejercer un rol fundamental en el cultivo del espíritu.
«Hay dos peces jóvenes nadando y sucede que se encuentran con un pez más viejo, que viene en sentido contrario y que les saluda con la cabeza y dice: Buenos días, chicos. ¿Cómo está el agua? Y los dos peces jóvenes nadan un poco más y entonces uno de ellos se vuelve hacia el otro y dice: ¿Qué diablos es el agua?». David Foster Wallace, uno de los mejores escritores estadounidenses habidos y por haber, contó esta parábola en 2005 durante uno de esos yanquis discursos de graduación. Tres años después se suicidaría, pero antes de rendirse recordaba que, incluso en este nuevo orden mundial de dinero y poder, las realidades más obvias e importantes son a menudo las más difíciles de ver. Como el agua.
Escuelas, universidades, museos, bibliotecas…La lógica del beneficio mina por la base las instituciones, de modo que su valor no coincide muchas veces con el saber en sí, sino con la capacidad de producir beneficios directos. «Casi cualquier cosa que adores te comerá vivo. Si adoráis el dinero y las cosas materiales, si para vosotros están donde sentís el significado real de la vida, entonces nunca sentiréis que tenéis bastante. Adorad vuestro cuerpo y vuestra belleza y vuestro atractivo sexual y siempre os sentiréis feos. Y cuando el tiempo y la edad comiencen a mostrarse, moriréis un millón de muertes antes de que finalmente la sintáis. Nuestra propia cultura actual ha aprovechado estas fuerzas de tal modo que han producido riqueza, comodidad y libertad personal extraordinarias. La libertad de ser señores absolutos de nuestros pequeños reinos del tamaño de un cráneo, únicos en el centro de toda la creación. Este tipo de libertad tiene mucho a su favor. Pero naturalmente hay muchos tipos de libertad, y sobre el más valioso no oiréis hablar mucho en el gran mundo exterior del querer y conseguir. El realmente importante implica atención y consciencia y disciplina (…). Esa es la libertad real. La alternativa es la inconsciencia, las ratas a la carrera, la corrosiva sensación constante de haber tenido, y perdido, alguna cosa infinita». (Foster Wallace)
Este alegato en favor del pensamiento crítico retrata la Europa de hoy, obsesionada por los presupuestos y la dura austeridad. Que las cuentas no cuadran, es así, pero tampoco podemos ignorar la destrucción de toda forma de solidaridad y humanidad. Por ejemplo, Europa descubre a Grecia miserable y carcomida. Quiere amputar ese brazo, reflexión fruto de un cínico cálculo, y no de una auténtica cultura política fundada en la idea de una Europa inconcebible sin Grecia, por ser cuna de todos los saberes occidentales. Bruselas la juzga sin misericordia pero, ¿acaso es la República Helénica quien tiene aquí la mayor deuda? Claro arquetipo de utilidad dominante, que mata la memoria del pasado, las disciplinas humanísticas, las lenguas clásicas, el arte o la fantasía.
Ya Rousseau había caído en los puntos débiles de su sociedad: «Los antiguos políticos hablaban incesantemente de costumbres y de virtud; los nuestros solo hablan de comercio y de dinero». Diderot, por su parte, también advirtió sobre el peligroso obstáculo de la cultura: «Se desdeña todo aquello que no es útil, porque el tiempo es demasiado precioso para perderlo en especulaciones ociosas». Más lírico y desolado suena Flaubert en su Diccionario de lugares comunes, donde «la poesía es del tono inútil, está pasada de moda, y el poeta es un lelo soñador».
¿Cultura? Hay a punta de pala. Tan solo tenemos que dejar a un lado la democracia comercial y dedicar, al menos, media vida a esas inversiones que generan retornos no inmediatos y, sobre todo, no monetizables. La mirada fija en el objetivo de ser ricos no permite ya entender la alegría de los pequeños gestos cotidianos. Experimentar fortunas y desdichas de otros, esas que por circunstancias propias jamás viviremos, en un fantástico libro o una película. Eso, Dios mío, eso no tiene precio. Grabar a fuego en nuestras mentes frases e imágenes bellas, profundas, emocionantes. Es esa sensación indescriptible de cerrar la contraportada de un ejemplar o quedarse mirando los créditos de un film con ojos vidriosos, paralizados. Es sentir vértigo, confusión, un hueco en las entrañas. El enigma de entender el mundo de un modo distinto a como lo hacíamos una hora antes.
Como el protagonista de un video del grupo Other Lives, Dust Bowl III, que se queda en trance ante un cuadro de Rubens, lo roza con sus dedos y se vuelve loco. El video, aderezado además con ese exquisito folk espiritual, resulta sumamente perturbador. Es como un intento frustrado de buscar el significado de un mundo de por sí caótico y amenazante.
El hombre se aferra a esa obra de arte; a un momento resguardado, bello, manso. Ese mundo que no entiende es un juego prediseñado, al que nadie nos preguntó si queríamos jugar. Por eso, en ocasiones, es inevitable cuestionarse si entre los valores existentes en las personas de nuestro tiempo, que aparecen como insuperables, eternos y universales, no habrá algunos que algún día parecerán grotescos, escandalosos o simplemente erróneos. Como ha ocurrido con tantos otros justificados con sus correspondientes circunstancias.
El catedrático de Humanidades Vicente Reynal, en su libro Las humanidades en la era digital, culpa del desinterés por lo humanístico a la excesiva especialización a la que nos somete la competitiva sociedad actual: «¿Qué sucede entonces? Pues que, por ser preciso dedicar más tiempo a la rama en la que uno desea ejercer su profesión, se descuidan los estudios generales y universales, las Humanidades. Hay pocos jóvenes interesados en ellas, solo algunos que son héroes en medio de una sociedad tecnócrata, tan hambrienta de superespecializados y dispuesta a retribuirles con generosidad y de inmediato. Estamos dejando de ser cultos en un sentido amplio y fundamental».
El reino del arte no conoce de globalización, de mercados ni de prisas. Ha estado ahí a través de los siglos, imperturbable a nuestros pasos fugaces e ignorando nuestra estupidez, pero siendo el único sustento del alma. «Si no se comprende la utilidad de lo inútil, la inutilidad de lo útil, no se comprende el arte», ha observado con razón Eugène Ionesco. También el ocurrente Cyrano de Bergerac defendió que lo estéril es necesario para hacer que cualquier cosa sea más bella: «¿Qué decís? ¿Que es inútil? Ya lo daba por hecho. Pero nadie se bate para sacar provecho. No, lo noble, lo hermoso es batirse por nada».