¿Quién no ha carraspeado antes de proclamar, entre cañas, que el aleteo de una mariposa puede generar un huracán a miles de kilómetros de distancia? El adagio, dos décadas después del taquillazo que convirtió en estrella del cine comercial a Ashton Kutcher, puede que esté algo oxidado, pero hay que mirar lejos, muy lejos, para entender un fenómeno que, en días concretos, se apodera de nuestras calles.
Entre los rascacielos de Shanghái y el Portal de l’Àngel o Goya hay trece horas de vuelo –sin escalas– y un golpe de taxi hasta el centro de Barcelona y Madrid. Ese es el camino que recorren los Labubu. Hacen parada técnica en algún centro logístico de algún polígono industrial de la periferia. Luego, forman colas kilométricas (en la medida urbana, claro) frente a un escaparate. Cuando se confirma su llegada, la locura se desata. Y todo por unos muñecos con carcasa de Hello Kitty y relleno de Stitch: dientes afilados, orejas de conejo y aspecto de que los hubieran expulsado de un cuento infantil por comportamiento inapropiado.

Barcelona, 5 de agosto. Dentro y fuera de la tienda debían palparse las mismas ansias –el mismo miedo– que intentó exteriorizar Schwarzenegger cuando perseguía la caja del Turboman que prometió regalarle a su hijo en aquella comedia noventera (otro blockbuster, de traducción genial: Jingle All The Way se convirtió en Un padre en apuros). Algunos subieron a un AVE para no fallar a la cita. Otros habían montado campamento lo más cerca posible de la puerta.
Era una fecha clave; se ponían a la venta nuevas cajas de Labubu. Navidad en pleno verano. Los datáfonos pitan, las tarjetas de crédito adelgazan. Rumor de impresora escupiendo tiques de compra. 12, 50, 100, hasta 240 euros por unidad. Se elige a ciegas. Nadie sabe qué habrá dentro del paquete hasta que lo deshaga. Un halo de misterio que alimenta un fenómeno fan que se mueve con soltura entre la adolescencia y los cuarenta y tantos. Alguien compra más de uno, pero sin llegar a enloquecer. Las cuatro cifras no se traspasan. Hubo quien por un Labubu tamaño niño –131 centímetros– pagó, el pasado junio, 146.000 euros. Fue en una subasta pekinesa.
¿Pero por qué tanta pasión? ¿Simple frikismo intergeneracional? A primera vista, los Labubu son unos peluches peculiares, pero rascando un poco, representan un negocio líquido, instantáneo. El asunto no se entiende sin la arquitectura emocional de las redes sociales. Ahí donde todo es una performance y el algoritmo premia todo lo que se puede exponer, Labubu es oro puro. Cada unboxing es un rito, cada figura rara es un triunfo, cada muñeco repetido es un pretexto para volver a comprar. Y así gira una rueda que puso en marcha Kasin Lung, un artista e ilustrador que volvió a Hong Kong después de criarse en Utrecht, Países Bajos. Su cabeza alumbró este juguete hace diez años.
Mientras los community managers manejan un perfil de TikTok con más de 2,4 millones de seguidores, los contables de Pop Mart reportan ganancias anuales de prácticamente 1.800 millones de dólares. La empresa que fabrica y distribuye estos muñecos –suyas son las tiendas donde se forman las colas– es estatal. Como Huawei, como Shaomi, una muestra del creciente poder blando que muchos expertos en geopolítica otorgan a la China del comunismo ultracapitalista.

El 人民日报 (pronunciado, Rénmín Rìbào, o, literalmente en castellano Diario del Pueblo, el periódico oficial del Partido Comunista chino) ha definido al Labubu como «un referente de la cultura pop china que se abre camino en el extranjero». De alguna manera, estas criaturas redefinen estéticas al desembarcar en Occidente, igual que las especias más preciadas de la Ruta de la Seda –clavo, cilantro, canela, comino– revolucionaron las papilas gustativas de los europeos que podían probarlas en la Edad Media. Más que un juguete canalla, entonces, el Labubu es un código para descifrar el espíritu de nuestro tiempo. La era de la gamificación.
La filósofa Lola López Mondéjar reflexiona sobre ese concepto en Sin relato, el libro con el que ganó el Premio Anagrama de Ensayo en 2024. Para evitar el esfuerzo que supone narrar la vida –un mar de contradicciones– todo tiende al juego. Momificar la niñez para conservarla en la edad adulta sirve para alimentar lo que la autora llama «capitalismo de la atención». La antítesis del «pensamiento crítico» y de una de «las ideas fundamentales de la Ilustración»: «el abandono de la infancia». A través de redes sociales que imponen vídeos de apenas quince segundos, se crean «identidades adhesivas». Un copia-pega tan antiguo como el ser humano, quizás, pero acelerado y globalizado gracias a la viralización digital. Aprendíamos por imitación, consumimos por imitación.

Si Rosalía cuelga en sus redes una foto con un Sonny Angel, todo el mundo querrá emularla. Incluso hay políticos que ven en estos objetos-tendencia un caladero donde pescar votos. Óscar Puente puede dar fe de ello: todo un ministro de Transportes y Movilidad Sostenible compareció ante los micrófonos de los medios de comunicación con esta figura enganchada a la carcasa de su móvil. Con el Labubu ha ocurrido lo mismo. Beckham ha sido visto con uno. Rihanna lo lleva en el brazo. Lisa, una de las cuatro Blackpink –la banda k-pop de referencia: 20 millones de discos vendidos en todo el planeta– lo enseña en Instagram. Pero los reinados son efímeros, desaparecen como lágrimas en una lluvia de stories. Hace cosa de un año, el Labubu tomó el testigo del Sonny Angel –que ya protagonizó reventas desorbitadas– como el nuevo fetiche a exhibir. Ahora, estos muñecajos podrían tener un sucesor con un nombre que también parece sacado de una rumba de Los Delinqüentes: Wakuku.
Dos horas bastaron para que se agotaran en las tiendas chinas las cajas de un juguete que llegó a España el 25 de septiembre. Las figuras representan a unos niños de aspecto travieso que tienen orejas grandes y peludas, son más baratos que su principal competidor y, son, de rebote, un ejemplo del pulso entre el norte –de donde vienen los Labubu, que son de Pekín– y el sur chinos, dos polos culturales, lingüísticos y económicos opuestos. El fabricante del Wakuku es una cadena de establecimientos de bajo coste con sede en Cantón: en Miniso definen a su creación como «supertierna». Quizás ahí radique su éxito en tiempo real. El nombre de esta empresa deriva de meisou, una palabra japonesa que podría traducirse con el sintagma ‘cosa bella y simple’. Un regreso a los orígenes de lo freak.

A finales de los setenta y, sobre todo, en los ochenta y noventa, los anime popularizaron en decenas de países aquellas caras redondas, de ojos grandísimos y miradas candorosas. Rostros lindos e inocentes que acabarían estampados en viñetas, álbumes, camisetas, pósteres, cartuchos de videojuegos. O, dicho a la japonesa, rostros kawaii.
La palabra no se acuñó en el siglo XX. Es muy anterior. Su primera referencia escrita data de 1603. Los jesuitas portugueses que trataban de introducir el cristianismo en el archipiélago nipón la escucharon y transcribieron para traducirla así: ‘lo que despierta pena o produce compasión’. Aquellos exploradores –que encarnaron Liam Neeson, Andrew Garfield y Adam Driver en Silence, el drama histórico que Martin Scorsese estrenó en 2016– no podían ni imaginarse lo que sucedería casi medio milenio más tarde de escribir cauaij con una pluma mojada en tinta. El aleteo de una mariposa…






