En la Sudáfrica puritana, segregada y racista de los años 60, había un lugar en el que durante unas horas, la gente lograba vivir al margen del ambiente opresivo que estrangulaba cualquier resquicio de progreso social en el país africano.
Era el interior de The Catacombs, una discoteca en la calle Long Street en la que gente de distintas razas y estratos sociales se pasaban por el forro la mano larga del apartheid para dejar que el brandy con coca-cola tomaran el control de la noche.
Empresarios japoneses, árabes adinerados, homosexuales, prostitutas, malotes y modernos se reunían en los bajos de este antro de perversión y libertinaje.
Billy Monk, un avispado y curtido granuja, empezó a combinar su trabajo de portero en el local con el de fotógrafo. Pensaba que podía ser una buena manera de sacarse un sobresueldo vendiendo las fotos a los clientes del establecimiento. El poder del objetivo lo intoxicó y acabó pasando más tiempo detrás de la cámara que atendiendo sus labores en la entrada del local.
Monk resultó tener muy buen ojo para la fotografía. Era parte de la escena que retrataba y eso se nota en la complicidad entre él y sus sujetos que posaban gustosamente. Se metía sus sujetos en el bolsillo.
Los que lo conocieron lo describen como un hombre rudo, mujeriego, temperamental, con la cara chafada por un pasado de boxeador y peleas callejeras. Experiencias que lo endurecieron pero no impidieron que tuviera una sensibilidad para contar lo que estaba aconteciendo a su alrededor.
Su afición duró solo durante la década de los 60. Como recoge el libro Billy Monk, las polaroids empezaron a ponerse de moda en el 69 para hacer el tipo de foto que a él le gustaban. Un hecho que lo distanció de su cámara. “No lograba conectar con este producto instantáneo”, explica la introducción al libro editada por Dewi Lewis Publishing.
Una década más tarde el fotógrafo Jac de Villiers encontró tres archivos de su trabajo en un estudio que acababa de alquilar. Estaban meticulosamente organizadas con una tipografía califgráfica que Monk había aprendido durante un periodo que pasó en la cárcel en sus años mozos.
Villiers consultó con él la posibilidad de organizar una exposición con su trabajo y la idea le gustó. Entonces era un hombre cambiado que había dejado atrás su pasado de ladrón callejero. Se ganaba un buen sueldo con la búsqueda de diamantes y su vida comenzaba a estar bien encaminada.
El 17 de julio de 1982 Villiers consiguió por fin abrir la exposición sobre su trabajo pero Monk no pudo acudir a la apertura. Un compromiso de trabajo no le permitió ir a los primeros días de la muestra. Tras finalizar sus encargos viajó a Ciudad del Cabo con la esperanza de conseguir un aventón a Johanesburgo, donde estaban expuestas sus obras.
Durante su paso por la ciudad se involucró en una pelea por unos muebles intentando proteger a su amigo. El hombre con quién estaba discutiendo sacó una pistola y le pegó un tiro en el pecho.
“¿Y ahora vas y me matas?”, se le escuchó decir arrodillado mientras sangraba ante la presencia de su asesino.
Monk nunca tuvo la oportunidad de ver su trabajo colgando de la pared. Pero unos días antes de su muerte logró hablar con Villiers por teléfono que le transmitió el buen recibimiento que estaban teniendo su trabajo en la prensa y comunidad artística de Johanesburgo.
El granuja ya no era tal. Se había convertido en un fotógrafo reconocido. Monk al menos murió sabiendo que la oscuridad de la catacumbas de Ciudad del Cabo estaban a la vista de todos.
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Historia extráida del libro Billy Monk. All photographs are copyright of Billy Monk.
Published by Dewi Lewis, 2012. Hardbound. 96 pp., 47 duotone illustrations, 11×9-1/2″.