Las palabras cortas te acercan y las largas te alejan

lenguaje cotidiano

Probablemente las primeras palabras que pronunciaron nuestros ancestros fueron todas mediante breves sonidos que podían significar cosas como oye, mira, duele, agua

Pero, con la aparición de la escritura y la narrativa, surgió también la erudición (que ya de por sí es una palabra más larga).

La erudición nació como un sistema de separación de castas para distinguir e identificar a las minorías cultas de las mayorías ignorantes.

Una práctica que se fue ampliando conforme surgían nuevas tareas que exigían el conocimiento de la palabra escrita: los sacerdotes, los escribas, los abogados (a los que aún llamamos letrados), los profesores (palabra proveniente del latín pro fateri, es decir, explicador de textos)…

Y cada uno de estos subgrupos fue añadiendo nuevas palabras cada vez más largas para dificultar su comprensión y, con ello, establecer un muro infranqueable entre ellos y el resto de sus congéneres. Eso les prestigiaba y les permitía, al mismo tiempo, establecer unas pautas de reconocimiento inter pares.

Sin embargo, frente a este distanciamiento, el lenguaje cotidiano se ha empeñado siempre en mantener su proximidad recortando las palabras en el hablar para evitar que su excesiva longitud enfriara la comunicación personal.

Esto se comprueba, por ejemplo, en la sinalefa y la sinéresis poética. La poesía, que siempre ha sido más declamada que leída, le adjudica a cada verso una cantidad de sílabas menor que al mismo texto escrito.

Y eso es porque, como sabemos, elimina algunas de ellas debido a que el sonido de las vocales las une fonéticamente. Es decir, que, al pronunciarlas, acorta las frases para hacerlas más emotivas.

Y si esto sucede con las sílabas, todavía más con las palabras. Tanto es así que la retórica ha tenido que darle nombre a cada uno de esos tijeretazos que les metemos a dichas palabras cuando las traspasamos al lenguaje hablado.

La aféresis (recortar el principio de una palabra), la síncopa (recortarla por en medio) o el apócope (recortar el final) son las figuras creadas para clasificar la tenaz convicción popular de que «menos es más».

Una convicción que nos lleva a desearle a un amigo un feliz «finde», decir que vamos a la «pelu» o que nos gusta una «peli» de la «tele».

Este desencuentro entre lo culto y lo cotidiano ha perdurado durante siglos dado que cada uno de ellos disfrutaba de su propio territorio: lo escrito para los primeros y lo hablado para el resto.

En cambio, ahora, con la llegada del WhatsApp y las redes sociales, estos territorios tienden a confundirse, creando así una tierra de nadie en la que surge la «palabra intermedia» como nueva forma de lenguaje.

La palabra intermedia es mayoritariamente escrita, pero lo que busca es esa proximidad emocional que posee la palabra hablada. Por eso los textos digitales intentan ser eruditos y coloquiales al mismo tiempo.

Una vez más, la tecnología ha cambiado las reglas de juego, y en esta ocasión a favor del lenguaje cotidiano que está claramente ganando la batalla.

Hay intelectuales que se quejan de ello. Lo que no sabemos aún es si lo hacen porque añoran los privilegios del pasado o si realmente tienen razón.

Lo averiguaremos con el paso del tiempo, cuando comprobemos si este acortamiento textual deteriora la capacidad para expresar nuestras emociones en toda su grandeza o si, por el contrario, nos permitirá compartirlas con mayor intensidad.

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