Dice la física cuántica que observar un proceso puede cambiar su futuro.
Y, efectivamente, así ocurrió.
La librería Al-Andalus estaba en liquidación. Los 47 años que había dedicado a importar y exportar cultura tenían fecha de cierre hasta que el fenómeno físico de la mutación inesperada saltó al paso en los millones de bits de un periódico.
Fue en la última primavera que podemos recordar. El Diario de Sevilla publicó un artículo en el que informaba del cierre de esta librería en esa ciudad andaluza. Los años de esplendor habían muerto. El lugar que acogió el primer homenaje público a Federico García Lorca en tiempos franquistas en esa ciudad estaba destinado a convertirse en solo un recuerdo. Esa sería la pérdida etérea. Pero también podrían desaparecer los testimonios físicos del vórtice cultural que fue ese espacio. En sus paredes aún permanecen las firmas del cantaor Antonio Mairena, el flamencólogo Manuel Cano o los poetas Joaquín Romero Murube, Juan Sierra y José Luis Tejada.
Esas pintadas responden a la ley de la causa y el efecto. Aquel lugar no era una tienda de libros. Era una librería. Y nunca la regentó un mercenario. La llevaba un librero: Luis de Santiesteban. Ese madrileño la fundó junto a Bernaldo de Quirós en 1967 y la llenó de obras de humanidades y lenguas clásicas.
Al-Andalus estaba en un callejón a pocos minutos de la facultad de Filosofía y Letras. En poco tiempo se convirtió en una librería universitaria donde acudían profesores, alumnos y amantes de la cultura en busca de algún volumen. Entonces surgían conversaciones entre las estanterías. A las ondas del sonido de la voz se sumaba la elasticidad del tiempo y lo que empezaba como un intercambio de cuatro frases se convertía en largas tertulias improvisadas.
El día que Santiesteban murió la librería pasó a su hija. Fue en 1998 y, desde entonces, al frente del local estuvo María José. Pero la llegada de 2014 empezó a pesar sobre las paredes del negocio y la dueña decidió cerrar Al-Andalus. La noticia conmovió a los que les gusta el olor a tinta. Al que más, probablemente, a un licenciado en Filosofía y Letras de 26 años. Era Guillermo Loaysa y a él no le bastaron los lamentos en la barra del bar. Pensó que había que hacer algo. La física no se mueve con el pensamiento. Necesita masa, impulso y velocidad.
El veinteañero, en ese momento, no tenía trabajo. Nada inusual en este presente español que expulsa a la juventud y el talento a cualquier otra parte del universo. En su órbita de pensamiento rondaba el oficio de publicitario, pero la tienda alteró su orden del mundo y no le dio muchas vueltas. La compró y asumió las deudas.
«Nos enteramos del cierre en abril de 2014 y decidí venir a ver qué podía hacer para evitarlo. Mucha gente decía que era un lugar estupendo para montar un bar de tapas porque está al lado del Alcázar», cuenta Loaysa. «Pero yo quería rescatar la librería. Había que mantener el negocio y recuperar su esplendor. Quería que volviera el viejo Al-Andalus».
Durante dos meses estuvo trabajando con María José Santiesteban, para el traspaso, y después quedaron solo Alejandra Ligero, su socia, y él. «Empecé a intentar levantar la librería. Estoy tratando con las universidades porque este lugar, desde sus comienzos, estuvo muy relacionado con ellas. También hacía de enlace entre el centro de investigaciones científicas francés y las facultades andaluzas. En su primera etapa tenía una labor casi diplomática».
Había que sacar a la librería del coma en el que había caído a finales del siglo XX. El negocio seguía funcionando de espaldas al tiempo. El inventario de los libros que había en sus estanterías estaba en la memoria de la dueña y catálogos de papel. «Tuve que empezar como un librero de los años 70, pero inmediatamente empecé a buscar programas informáticos para catalogar los libros, y ahora estoy digitalizando el fondo de la librería», indica Loaysa.
La ambición de «recuperar el espíritu original» de este lugar implica también orden, pintura y barniz. La luz será diferente. Más intensa y vivaz. Y las estanterías metálicas que ocultaban a las de madera dejarán paso a las originales. «Voy a montar un salón de lectura para que los estudiantes y los clientes de la librería puedan organizar sus tertulias. Quiero que sea un lugar de encuentro», comenta el nuevo dueño. «Aún estamos organizándolo todo pero en un par de meses queremos organizar actividades».
El nuevo Al-Andalus recupera la identidad del más remoto. De ‘librería personal’, como Loaysa la describe, porque los fondos tienen más que ver con la devoción de sus dueños que con las listas de los más vendidos en Carrefour. «En esta librería no puede faltar T.S. Eliot porque le encanta a Alejandra. También tiene que estar Raymond Carver, Balzac o Rimbaud. Queremos hacer nuestra propia selección. Tenemos pensado montar una estantería que sea ‘la selección del librero’ y, en su conjunto, será una librería de humanidades con visión crítica». O de lo que Alejandra y Guillermo sean capaces de alaterar las leyes de la física cuántica.