La expansión de lo obvio

Lo obvio

La candidata a Miss Universo se acercaba al micrófono para decir aquello de «lo más importante es la paz en el mundo» y todos nos partíamos de risa. De eso hace años, cuando decir obviedades era la mejor forma de delatar las carencias de cada uno.

Pero con el paso del tiempo, lo obvio ha ido escalando posiciones en la esfera política y social hasta alcanzar la privilegiada posición que ocupa en nuestros días.

Ahora podemos escuchar a un diputado parlamentario decir algo del tipo «la pobreza es algo malo para la gente» y nos quedamos tan tranquilos.

¡Pues claro que es algo malo! Pero también es obvio. Y lo es por la sencilla razón de que nadie se atrevería a manifestar justo lo contrario: «La pobreza es algo bueno para la gente».

Lo obvio es el relleno del silencio. Hay que hablar, no dejar de hablar aun a costa de no decir nada. O lo que es peor, a costa de decir tan solo lo que ya se sabe.

Emil Cioran, el atribulado filósofo rumano, decía en uno de sus aforismos: «Toda palabra dicha es una palabra de más».  Las palabras no se dicen, se piensan. Y luego, si viene a cuento, se pronuncian.

Lo obvio ha ganado la batalla del escenario social. Ahora, frente a la aportación, lo importante es el gesto, el tópico, el público, el aplauso.

Es el triunfo del CO2 frente al aire puro, pues la obviedad todo lo contamina. Las conversaciones, los discursos, las tertulias.

Su improductividad se evidencia cuando la traspasamos a cualquier otro idioma. En inglés, por ejemplo, obvio se traduce como self-evident, natural, blatant, no-brainer, dead obvious, clear, apparent, explicit, plain, needless… Palabras todas ellas que se podrían resumir en una sola: innecesario.

Pero en una sociedad en la que estamos sometidos permanentemente al escrutinio de los demás y a la dictadura de lo políticamente correcto, lo obvio se ha convertido en el refugio de los amedrentados. Decir obviedades no es arriesgado porque la obviedad jamás te evalúa.

El mayor problema de lo obvio es que solo expresa lo ya expresado, estancando de esa forma el crecimiento intelectual. Por eso hay que desecharlo, para así poder viajar por lo inexplorado y construir lo que serán las obviedades del futuro.

George Orwell lo enunció de esta manera: «Ahora hemos llegado a una profundidad en la que la actualización de lo obvio es el primer deber de los hombres inteligentes».

El problema es que hoy en día resulta más cómodo defender lo que la gente cree que cuestionar dichas creencias. Lo confortable ha traspasado la barrera de lo material para instalarse, también, en lo espiritual.

A cambio, y para enmascararse, lo obvio se ha parapetado en la petulancia y el exabrupto. En la palabra altiva que tan solo pretende ocultar la insignificancia de lo dicho y la banalidad de lo escuchado.

Frente a su vacuo poder contamos con la cultura, la curiosidad, la innovación y el espíritu crítico. Así evitaremos que nadie pueda vanagloriarse decir tan solo lo obvio, es decir, lo patente, sin patentar nada.

Me refiero a los políticos, influencers o líderes de opinión que se sirven de su poder mediático para convertir lo patente en ese privilegio que en el pasado tan solo se les otorgaba a los piratas más depravados. Un privilegio que, cosas de la vida, utiliza esa misma palabra para legitimarse: la patente de corso.

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