La Sra. Draper dormita en un diván victoriano. Abre los ojos excitada, los labios húmedos, los pechos henchidos; en vano se estira como una gata para desprenderse del calor.
Betty Draper recuerda a una porcelana vivificada durante las dos primeras temporadas de Mad Men. Es una rubia hitchcockiana: elegante, bonita y recatada. Hitchcock podría decir de Betty: “El tipo de rubia fría. Frialdad aparente, porque en el momento en que se pone en acción todas las barreras se rompen”. (Palabras en el libro-entrevista El cine según Hitchcock de Truffaut).
Matthew Weiner, el creador de Mad Men, también es consciente de que el sexo puede mostrarse con los mecanismos del suspense. Por eso coloca al espectador en la posición de un mirón que descubre, a través de la ventana, a la Sra. Draper en un diván, excitada. Es una imagen que puede cautivar a los hombres e intrigar a las mujeres.
Betty en el diván parece una escena ajena al capítulo 3×07. Más adelante, descubriremos que es una escena del futuro. Esto muestra la inteligencia de Weiner: adelantando la escena del diván, crea un poderoso reclamo, a la vez que deleita nuestros sentidos. La escena está partida en dos, como un pastel a capas que demanda adecuar nuestro paladar a cada sabor. La primera parte crea intriga; la segunda, nos muestra a Betty ardiendo y calmándose.
La magia desaparece cuando Weiner explica por qué la Sra. Draper se excita en el diván. Pero la esencia permanece. Hemos descubierto a la Sra. Draper sin la careta de madre y esposa; la hemos visto como una mujer con deseos propios.