Los tres mandamientos de la propaganda más rastrera en internet

5 de diciembre de 2018
5 de diciembre de 2018
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Los lobbies lo saben. Las empresas lo saben. Los Gobiernos lo saben. Y las ONG y plataformas civiles lo saben. Sus miembros más implacables han comprendido que pueden alcanzar más fácilmente sus objetivos si despliegan una campaña digital de intoxicación. Estos son los tres mandamientos que deben cumplir para conseguirlo.

Primer mandamiento: dominarás la conversación sobre todas las cosas

El emisor tiene que asegurarse de que hay miles de personas al otro lado. Para ello recurrirá a opiniones y mensajes poderosos (incendiarios) canalizados por miles de cuentas robóticas que, si están mínimamente bien diseñadas, parecerán humanas.

Fue el caso de Angee Dixson, una presunta influencer tuitera de extrema derecha que animó la confrontación que provocaron los supremacistas blancos en Charlottesville el año pasado. Después, parece que aburrida con sus propias mentiras, pasó a documentar ejemplos (falsos) de terrorismo de extrema izquierda por todo Estados Unidos. Su popularidad se antojaba prodigiosa en un medio –las redes sociales– donde los seguidores otorgan inexplicablemente credibilidad.

Angee Dixson era solo uno de los 60.000 perfiles de bots rusos que se localizaron entonces y el día que el medio de comunicación ProPublica la identificó como tal, y la echaron de Twitter, no cambió casi nada. La sucedió Lizynia Zikur, otro bot que acusó a ProPublica de propaganda de extrema izquierda y cuyas difamaciones consiguieron más repercusión que la propia información que había dejado en evidencia a su compañera.

Algunos de los mensajes de Zikur contaron con la propulsión instantánea de 24.000 retuits, algo que, evidentemente, dio la sensación a muchos usuarios de que existía cierto consenso político. Antes esto, muchos podían responder de dos formas: callarse para no desafiar a una turba abrumadora o dejarse seducir por los mensajes más soft de los radicales. Fueron equidistantes porque los habían acobardado.

Segundo mandamiento: crearás (y destruirás) a los personajes de los que la gente se fíe

La creación de líderes de opinión de nicho nace de una industria que demanda personas que sepan conectar con audiencias muy específicas y que, al mismo tiempo, no exijan honorarios siderales. La agencia Mediakix prevé que las empresas destinarán más de 1.500 millones de dólares al marketing de influencers de Instagram este año. Los profesionales del fraude, igual que los intachables, se han multiplicado después de oler el rastro del dinero.

Para demostrar lo fácil que es engañar, Mediakix creó en 2017 los perfiles falsos de dos influencers de estilo de vida con 300 y 800 dólares respectivamente y consiguió defraudar a las marcas para que les ofrecieran productos por la cara. Diseñar una celebrity de nicho no es costoso y, por eso, Angee Dixson y Lizynia Zikur, esas musas de extremistas, ni actuaron en solitario ni eran productos de lujo.

Como sugieren los analistas P.W. Singer y Emerson T. Brooking en el libro LikeWar, los líderes de opinión de nicho, cuando participan en debates políticos, se presentan como personas fiables bien sea por su cargo (encabezan alguna institución pequeña pero aparentemente solvente), por su vocación como fuente de información alternativa a la dictadura del pensamiento políticamente correcto o por su perfil biográfico (aquí tenemos una gama amplia que va desde abuelitas sentimentales a gente con las que pueden empatizar ciertos colectivos como, por ejemplo, personas en paro).

Normalmente, estos perfiles están robotizados o, como en el caso de las ‘web brigades’ rusas, los gestiona una persona que lleva varias cuentas a la vez. Su lugar natural son los espacios donde se debaten asuntos políticos y su misión consiste en crear discusiones estridentes, captar seguidores que admiren su contundencia y filtrar teorías de la conspiración. Estos siniestros animadores de disputas reciben buena parte de su salario en variable.

Como el objetivo es que la verdad o no se perciba entre el ruido o acabe convertida en una versión tan válida como las mentiras que inyectan, también resulta crucial destruir la credibilidad de los adversarios. Según la consultora de ciberseguridad Trend Micro, erosionar fatalmente la reputación de un periodista incómodo en las redes puede rondar los 55.000 dólares.

El menú incluirá noticias falsas sobre él con 50.000 retuits por semana durante un mes, un vídeo de YouTube donde se generen cerca de 100.000 visitas y la agregación de unos 200.000 seguidores robóticos a la cuenta del periodista que se ocuparán de vomitar unos 12.000 comentarios negativos sobre sus intervenciones. Esos comentarios generarán 10.000 likes o retuits aproximadamente. Aquí el objetivo no pasa sólo por minar su reputación, sino también por desmoralizar al periodista y sus editores.

Tercer mandamiento: provocarás tu propia demanda de mentiras y no dejarás un rastro fácil de seguir

La Ley de Say -la oferta crea su propia demanda- se ha impuesto como una regla de oro para la ciberpropaganda. Las mentiras que mejor funcionan tejen un relato conspiranoico o, al menos, confirman y explican algunas de las sospechas infundadas de la audiencia.

Deben ser fáciles de entender y de comunicar y provocar la incontenible necesidad de compartir el mensaje. Esa pulsión se puede cultivar con supuestas coberturas al minuto de una investigación que destapa una turbia trama y empleando plataformas especialmente adictivas como Instagram. Todo esto es importante porque si además un amigo, que tiene nuestros propios prejuicios, llama nuestra atención sobre una mentira verosímil, las probabilidades de que nos la traguemos se disparan.

La imagen es fundamental desde dos puntos de vista. Para empezar, frente al texto, los vídeos breves son más fáciles y rápidos de consumir (y se consumen hasta el final), provocan una interacción mayor con el usuario y son mucho más eficaces a la hora de atraer y retener su atención. En segundo lugar, la imagen puede ser excepcionalmente barata de producir: no hace falta crear un vídeo de alta gama como los de los yihadistas del Daesh, sino que basta con la grabación de un monólogo con un fondo neutro o con la generación de un meme simpático que esconda un mensaje de odio que ni nos divertiría ni compartiríamos en otro contexto.

Ese meme de odio, igual que los vídeos y los comentarios de acoso, contiene una virtud adicional. No sólo posee un origen difícil de rastrear, sino que, muchas veces, forma parte de una campaña descentralizada. Sus integrantes son grupos frontales (asociaciones controladas indirectamente o alentadas por estados, partidos políticos, ONG, asociaciones o empresas), mercenarios independientes (los jóvenes de Macedonia que ganaron mucho dinero difundiendo contenidos favorables a Trump, pero sin coordinarse con su campaña) y usuarios fáciles de movilizar y reunidos en grupos fanáticos (como los simpatizantes obsesionados con un partido o una causa política).

Estos usuarios, los mercenarios independientes y los grupos frontales casi nunca se pueden relacionar directamente con el beneficiario de las mentiras. Ellos le allanarán el camino, destrozarán a sus adversarios, le harán parecer más moderado y sensato y lo auparán sin que nadie puede acusarlo de haber lanzado la campaña.

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