Si Van Eyck o Da Vinci hubieran tenido acceso a programas de diseño 3D, seguramente habrían pasado largos ratos experimentando con la materia, las texturas y la luz. El trabajo de Andy Reisinger y Ezequiel Pini en la colección Morbo es la equivalencia contemporánea del interés de esos y otros grandes artistas por la naturaleza muerta.
Se trata de una serie de obras hiperrealistas formadas por retazos de «verdades naturales e inventadas» que hacen equilibrio en la cuerda floja que baila entre la atracción y la repulsión. «Creemos que las personas tienen cierto interés por observar eso que, quizás por cultura o por naturaleza, no está bien ver; o que causa un rechazo natural, no sabemos por qué».
Los diseñadores, de Six & Five Studio (Buenos Aires, Argentina), proponen «una estética nueva», más física y más artística de aquella meramente digital en la que se habían movido hasta ahora. En ella, «la belleza es un factor muy curioso porque no está explícita, y porque batalla y convive con sensaciones de rechazo visual».
El juego consiste en mostrar algo amorfo y orgánico de una manera equilibrada en color y en estructura. «Lo que intentamos fue encontrar un balance y un ritmo acorde entre todas las formas, texturas y elementos. La combinación exacta para que lo que el espectador está viendo le atraiga visualmente además de repulsarlo conceptualmente».
Las obras no son elementos reales, pero están presentadas como tales. «Nos dimos cuenta de que eso generaba mucha confusión en el espectador, ya que algunos pensaban que eran fotografías de elementos reales. Al estar impreso sobre papel canvas, otros creían que se trataba de pinturas hiperrealistas». Generar esa confusión fue intencionado, pero los autores quisieron también mostrar el largo proceso de trabajo, «muy complejo y muy técnico», que hay detrás de cada pieza, y por eso presentaron también las seis obras en su versión en blanco, antes de recibir el color y las texturas; y algunas otras imágenes del proceso de creación.
Para elaborar estas piezas, los artistas parten de un modelado digital en 3D, «como si fuese un trabajo que un artesano hace con sus manos para modelar una arcilla». Luego le asignan texturas y materiales, iluminan y colocan la cámara. Por último, el ordenador procesa y decodifica la información para dar como resultado la imagen final.
De existir unas piezas semejantes en la naturaleza, estos extraños objetos formados por fragmentos ensamblados de distintos materiales solo habrían podido darse por medio de la potente y natural fuerza del océano. Por eso Reisinger y Pini quisieron explicar la colección de una forma poética contando que se trataba de los «restos de naturaleza que las olas habían arrastrado hasta una playa inhóspita tras un apocalipsis». Esa metáfora sigue la línea del doble juego presente en toda la obra, el de no saber nunca hasta qué punto se está contemplando algo «real». «Brindamos materiales y texturas reales funcionando en objetos que pueden ser reales o irreales. Reconocer lo orgánico conviviendo con otros objetos a los que no estamos habituados es lo que genera más esa sensación de rechazo y atracción, de morbo».
Una de las obras se exhibe en 3D, en una plataforma giratoria que recuerda a los gráficos 3D de un programa científico. Los visitantes que acudieron a la exposición de Morbo en Buenos Aires llevaban su mirada de la pieza impresa en 3D a la imagen procesada y pulida del cuadro que estaba colgado a su lado, preguntándose por los complejos pasos técnicos que hicieron posible la segunda.
Los clientes que se interesan por este tipo de piezas son, en palabras de sus creadores, «aquellos que busquen algo verdadero, algo exótico para contar sobre su marca. Que encuentren la belleza y el mensaje desde otro lugar al que están acostumbrados a ver».
Formas compuestas de babas, pelos, hongos, cables, sogas, acuosidades, corales, membranas… Lo que causa rechazo a algunos, para otros posee una belleza perturbadora. ¿Dónde trazar esa línea que separa lo desagradable de lo estético? ¿Y dónde, con respecto a esa línea, se sitúa el morbo?