Era una mujer normal, ni guapa ni fea, ni alta ni baja, ni gorda ni flaca. Normal. Hacía lo que todas las mujeres normales hacen: trabajan, comen, van a la peluquería, salen con amigos, se ríen, lloran, se enamoran… Lo normal. Cuando el amor se presentó ante su puerta, al principio se la cerró en las narices. No tenía ella tiempo para chorradas, con la de cosas que aún le quedaban por hacer. Pero el chaval le cayó en gracia y acabó abriendo la puerta y las ventanas de su intimidad al muchacho.
Después pasó lo normal en una relación: que acabó en boda. Y la vida siguió con normalidad durante unos años, disfrutando de la vida en pareja, de las cenas con amigos, de las vacaciones románticas y de las noches locas en el sofá acompañadas de un par de vasos de whisky y alguna que otra peli porno para animar. Lo normal. Hasta que un día todo cambió. Su estatus de pareja feliz pasó al modo pareja con hijos y aquel idílico mundo de tú-y-yo documentado en Instagram se transformó en un qué-guapo-es-mi-niño en toda red social habida y por haber.
Fue entonces cuando aquella mujer normal, ni guapa ni fea, ni alta ni baja, ni gorda ni flaca, se juró no parecerse a su madre en la educación de su hijo y convertirse en una madre extraordinaria. No es que hubiera tenido una mala infancia, era solo que prefería una maternidad actualizada. Colecho, teta hasta que al niño le salieran las muelas del juicio, alimentación natural y orgánica, estimulación temprana para el bebé, y un montón de prácticas maternas y educativas alternativas fueron lo normal en su casa desde la llegada del primogénito.
Pero un día sucedió. No pudo explicar qué provocó el incidente que le hizo caer mil puestos en el medallero de la madre perfecta. Solo podía escuchar una y otra vez, en un eco maldito e infinito, las terribles palabras que salieron de su boca cuando su hijo, ya crecidito, le pidió huevos fritos para cenar en lugar de acelgas. «¡Ni huevos ni huevas, te comes la verdura y punto!». Ya no había remedio, ya estaba dicho. Se había convertido de pronto, sin que pudiera evitarlo, en una madre normal.
Ya lo dice el refrán: no escupas para arriba, que te caerá en la cara. Sin entrar en el tema de la maternidad y paternidad perfecta, ¿quién que tenga vástagos no se ha visto alguna vez diciendo «ni huevos ni huevas», «ni moto ni mota» o «ni pero ni pera»? Lo que llama la atención en estas expresiones es ese falso género empleado como recurso enfático para remarcar al hijo que no tiene nada que hacer frente a nuestra orden irrevocable. Es lo que Alberto Bustos llama en su Blog de lengua falsa oposición de género parental.
Lo que se persigue con este tipo de expresiones es reforzar la autoridad de los padres sobre los hijos. En ese sentido autoritario, también es posible usarlo con otro tipo de relaciones donde haya una jerarquía clara, aunque no es muy frecuente escuchar a tu jefe decir eso de «ni aumento ni aumenta» cuando le pides que te suba el salario. No se lo perdonarás tan rápido como a tu madre ni te sonará tan entrañable cuando lo recuerdes dentro de algún tiempo, pero sí te quedará claro, como si lo dijera alguno de tus progenitores, que la conversación está zanjada. Y punto.