Cómo los nostálgicos acaban comprando cosas que no quieren

11 de diciembre de 2017
11 de diciembre de 2017
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nostalgia en lata
Imagen de la primera temporada de Friends.

La historia de cómo te sacan los billetes las marcas utilizando tu morriña no arranca en un despacho creativo, sino en un territorio más doméstico; cuando, de pronto, se te activa el reloj de la nostalgia colectiva.

Suele suceder aproximadamente en la frontera de los 30 años. Has quedado para cenar en casa de un amigo: las reuniones son, cada vez más, ágapes caseros y no kebabs chorreantes masticados sin interés para irrumpir cuanto antes en el bareto de turno. El anfitrión hurga en Spotify (si es que no se ha comprado un reproductor de vinilo) y pincha canciones de hace 15 o 20 años, quizás de alguna serie de dibujos. Notáis un hormigueo por la nuca. Salen anécdotas. Pasan horas. Vuelves a casa feliz y duermes como un niño que se hubiera bebido litro y medio de cerveza.

Ese día pasas una barrera. Has vivido tu primera noche remember. Será la primera de muchas. Con los años irá a peor. Hay un bar de Madrid, el Single, donde se reúnen cuarentones y cincuentones a engañar al tiempo. Suenan Nino Bravo, Raphael, Paloma San Basilio… Ellos bailan, pero no todo el tiempo, sino a pequeños arranques. Lo que sí hacen sin pausa es hablar, reír, invocar recuerdos y hacer gestitos como de que ha pasado mucho tiempo.

El ambiente sugiere una realidad posapocalíptica. El mundo fue arrasado a finales de los 80, y estos pobres, los supervivientes, se olvidan así de la desolación de un planeta que, desde la fatídica fecha, no ha producido ni un gramo de música o de cultura. Tras las puertas de la discoteca, uno se imagina un mundo como de Mad Max.

La felicidad ha quedado intransitable y solo se accede a ella a través del pasado. Hay una anomalía: si preguntas uno por uno, probablemente muchos te dirán que en la época de vigencia de esas canciones, en realidad, les gustaba otro tipo de música, pero ahí siguen pletóricos. Son víctimas de la nostalgia en lata, que es una nostalgia colectiva más falsa que real; una nostalgia que no provoca pena o melancolía, sino un subidón de autoestima. Una nostalgia perfecta para los creativos de marketing.

Virus remember

Volviendo a los treintañeros. Después de la primera velada remember suceden cosas imprevistas. Empiezas a buscar en Google imágenes de las cajas de Playmobil, de las portadas de tus libros de texto de primaria, de walkmans… así hasta que te acabas comprando una carcasa para el smartphone con forma de casete. Se ha abierto una ventana en tu mente. Has descubierto que tienes un patrimonio que funciona como un botón de la felicidad.

Probablemente, los editores de televisión y los creadores de series y películas ya se han dado cuenta de que es el turno de tu generación y han empezado a lanzar contenidos claveteados de clichés ochenteros o noventeros. A la vez, los diseñadores de moda cuelgan ropa cosida de evocaciones a las mismas décadas.

Se atribuyen varias causas a esta invasión del pasado. Una: la certificación de que tus años mozos eran mejores y más coloridos que los de otras generaciones (cosa que no se sostiene). Dos: que quienes toman el relevo en los puestos de decisión son de tu camada y, como tú, necesitan sustentar su vida adulta en una épica pastoril. Tres: que tienes edad de disponer de un sueldo más o menos estable para regalárselo a quienes sepan tocarte el corazón.

¿Cómo funciona la nostalgia?

En 2015, unos investigadores japoneses practicaron una resonancia magnética para comprobar qué áreas del cerebro activaban la nostalgia. El experimento consistió en mostrar a los voluntarios fotografías de su niñez. Se iluminaron dos zonas del cerebro: la que se ocupa de la memoria y la que gestiona las recompensas.

El pasado recompensa. Puedes haber sufrido una infancia infeliz, pero la mente se ocupa de pulirla. La memoria lima muchos de los recuerdos tristes o dolorosos: cuando se topa con uno de ellos opta por suprimirlo o por sustituirlo. Este proceso ayuda a construir el paraíso infantil.

No implica que se borre todo lo malo. Buena parte permanece. Significa, más bien, que si tu mente fuera un reproductor de vinilo (por tirar de cliché), la aguja tendería a reproducir solo las canciones bonitas a no ser que la obligues a lo contrario.

La publicidad aprovecha esta inercia. Eurimonitor, una agencia de investigación de mercados, explicó en un informe que los consumidores gastan sumas importantes en aquellos productos o marcas que les proveen un remedo de la seguridad y la ternura que atribuyen a sus tiempos pasados.

Y cuesta muy poco activarlo, no hace falta siquiera mantener un mínimo de coherencia o respetar la época. Basta con mostrar objetos neutrales que ni siquiera tienen por qué haber tenido relevancia en tu vida. Lo que convierte a las últimas generaciones en una bicoca es que ya se criaron expuestas a los impactos publicitarios y a la estimulación de deseos a través de contenidos mediáticos. Todo ese material se acumuló en la mente. Los creativos solo tienen que esperar a que sedimente y, un par de décadas después, volver a espolearlos. Tienen nuestro manual de instrucciones emocional.

La exhibición de músicas, escenas de películas, ropas y objetos pasados abre un agujero de gusano hacia la vivencia individual y a la vez desata el éxtasis de sentirse más integrado en el colectivo y en la historia de lo que en realidad fue.

Anuncios de coches que no anuncian coches

El spot niño robot de Volkswagen Golf anuncia un coche que se aparca solo. La narración se centra en el hijo del propietario al que invitan a una fiesta de disfraces. Está basado en el presente, pero la fotografía es amarillenta, el niño lleva una mochila tipo maletín de hace varias décadas y sus compañeros visten ropas anacrónicas. Un cuadro ochentero imposible.

El niño se disfraza de Volkswagen y juega a ser un robot, hace ruiditos, se mueve como C3PO. La campaña no describe una relación paterno filial. El hijo es un desdoblamiento del padre: son la misma persona. El anuncio activa la nostalgia de la niñez del padre (esa libertad de poder jugar, de no tener preocupaciones) y le ofrece una excusa adulta y tecnológica (el coche robot) que lo legitima a sentirse niño.

Otro ejemplo. La campaña del Toyota Hybrid. Una pareja vuelve a casa del abuelo de él y explora su pasado. En este caso no hay una nostalgia ochentera, sino anterior. El destinatario del mensaje es un consumidor más concienciado y preocupado por el mundo, de manera que tienen que remontarse a una década más política: la Transición. Los recuerdos del abuelo se prodigan en tópicos para reflejar todos los mimbres de una época en un mismo personaje heroico (tecnología, arte, política…). De nuevo, se juega a la distorsión histórica.

Como el celofán que cubría a la Transición se ha ido rompiendo en los últimos tiempos, los publicistas prácticamente convierten al abuelo en un activista del 15M: «Pero que nadie se confunda: no puede ser que solo podamos opinar cada cuatro años», dice en una grabación. Se conecta el pasado idílico con el presente para convertir un acto de consumo en una acción de trascendencia histórica. Ser pionero en algo implica unos riesgos e inseguridades. Sin embargo, la intención del anuncio es que uno pueda creerse pionero sin, al mismo tiempo, salir del útero de la nostalgia.

El sentimiento de seguridad que provee la morriña enlatada es crucial para sacar a pasear la tarjeta de crédito. Quizás en esa primera noche remember en casa de tu amigo, sin saberlo, empezaste a comprar un coche híbrido.

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