Palabras con mucho cuento: do, re, mi, fa, sol, la, si

Quizá porque es verano y el buen tiempo alegra el espíritu o quizá porque la música de la verbena llega a nuestras ventanas de madrugada más alto de lo que sería deseable, el caso es que no estaría mal saber por qué a las notas musicales se las llama así y no de otra manera.
Pues érase que se era un monje benedictino nacido en la Toscana allá por el siglo XI que dedicaba su monacal vida al estudio y enseñanza de la música. Se llamaba Guido d’Arezzo. El estilo que triunfaba entonces era el gregoriano y las notas musicales que llenaban sus partituras conservaban los nombres que les habían dado los griegos, usando las letras del abecedario: C=do, D=re, E=mi,  F=fa, G=sol y A=la.
Pero al buen Guido no le convencía mucho ese sistema y decidió cambiarlo. Se fijó entonces en un himno que se cantaba en honor a san Juan Bautista, llamado Ut queant laxis y que tenía la particularidad de que cada frase musical empezaba con una nota superior a la anterior.
El himno decía así:
Ut queant laxis
Resonare fibris
Mira gestorum
Famuli tuorum
Solve polluti
Labii reatum
Sancte Ioanes
La letra no es lo importante. Pero como a más de uno picará la curiosidad por saber qué dice el canto y tendrá el latín bastante oxidado, la traducción es esta: «Para que puedan con toda su voz cantar tus maravillosas hazañas estos tus siervos, deshaz el reato de nuestros manchados labios, ¡oh, bendito San Juan!». Precioso, ¿eh?
El caso es que Guido tomó la primera sílaba de cada frase para nombrar la nueva escala musical, y colocó esas seis notas sobre cuatro líneas (tetragrama) y no sobre una sola como se venía haciendo hasta ese momento. Llamó a sus sistema solmización, que mucho después acabaría derivando en solfeo, y el monje quedó muy satisfecho con su invento. Tanto gustó el sistema, mucho más sencillo que el anterior, que acabó imponiéndose en el tiempo. Pero faltaba alguna cosilla más para que fuera perfecto.
Alguien, siglos después, observó que no vendría mal una séptima nota para equilibrar las composiciones. Hubo que esperar hasta el siglo XVI, cuando Anselmo de Flandes, siguiendo el patrón de Guido, escogió las iniciales de las dos últimas palabras del himno a San Juan: Sancte Ionaes para formar el si. Y de esta manera han llegado a nuestros días, salvo algunas diferencias.
El Ut cambió a Do en el siglo XVII de la mano de Giovanni Battista Doni. Se cree que lo hizo como invocación al nombre de Dios (Dominus), aunque no falta quien piensa que en realidad su creador bautizó a la criatura con su propio apellido (Doni). La cuestión era que para el oído de Giovanni Battista, una nota acabada en vocal sonaba mejor que una en consonante y era más fácil adaptarla al canto.
Sea como fuere, el do, re, mi, fa, sol, la, si ha triunfado en gran parte del mundo, salvo pequeñas diferencias, como ocurre en Francia, que como son muy suyos, mantienen el ut original. Los ingleses, norteamericanos y alemanes, así como muchos músicos de otros rincones del planeta, prefieren el modo clásico griego de nombrar las notas con el alfabeto (¿quizá por una cuestión de ahorrar tiempo escribiendo las notas?). El resultado, ya lo vais oyendo, es el mismo. Para qué discutir entonces, ¿no?

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