¿Y si estas obras de arte no hubieran sido destruidas?

21 de octubre de 2020
21 de octubre de 2020
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obras de arte desaparecidas

Ver arder la laberíntica biblioteca de la abadía que Umberto Eco retrató en El nombre de la rosa hace pupita en el alma sensible de quienes aman la cultura. Igual que escoció, y mucho, la destrucción de los Budas gigantes de Bamiyán a manos de los talibanes. El arte, sea cual sea su manifestación, es un patrimonio universal de la humanidad y cuando una gran obra desaparece, por las razones que sean, muere un gatito en internet. ¿Qué hubiera ocurrido si en lugar de una única copia, se hubieran conservado cientos de ellas? ¿Cómo habría cambiado nuestra historia y nuestra cultura de haberse conservado?

Jugando a adivinar, y para celebrar el Día Internacional de la Impresión, Canon deja esta cuestión en el aire y hace un repaso por algunos acontecimientos que podrían haber cambiado la historia si entonces hubiera existido, pongamos por ejemplo, una fotocopiadora. Ellos nos hablan de cuatro y nosotros te regalamos una bola extra.

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Retrato de Gustavo Adolfo Bécquer realizado por su hermano Valeriano Domínguez Bécquer – Museo de Bellas Artes de Sevilla.

Las Rimas de Bécquer originales podrían no ser las que has leído

Si te decimos «Volverán las oscuras golondrinas/de tu balcón sus nidos a colgar…», no te costará responder que es una de las rimas que el poeta del Romanticismo español Gustavo Adolfo Bécquer recogió en una de sus obras más conocidas, Rimas y leyendas. Lo que quizá no sabías es que las que nos han llegado podrían no ser ni las mismas ni todas las que escribió.

Bécquer se ganaba la vida como periodista y libretista. Su faceta de poeta no era muy conocida en su época, aunque el escritor moviera sus composiciones entre sus amigos y algunas publicaciones periódicas de poca calidad. Uno de ellos fue el ministro Luis González Bravo, quien le animó a recopilar sus poemas y escritos y publicarlos en un libro. Bécquer le escuchó y cuando los tuvo todos reunidos, entregó el manuscrito al político. Estamos en el año 1868, época convulsa en la vida y en la sociedad española. En septiembre de ese año tuvo lugar la revolución conocida como La Gloriosa, en la que una multitud asaltó la casa del ministro y arrasó con todo lo que había dentro, manuscrito de Bécquer incluido.

Se dijo que el poeta sevillano tuvo que recomponer su obra tirando de memoria, aunque hay algunos estudiosos que lo niegan. Más que de memoria, Bécquer recuperó las copias de los poemas que había regalado a sus amigos y recopiló los que habían sido publicados en revistas de la época, y con ellos pudo volver a recomponer las Rimas y leyendas.

Ahora bien, ¿están todas las que eran? ¿Cuántas quedaron por el camino y cuántas nacieron en esa segunda edición? ¡Ah, misterio!

Recreación de la Biblioteca de Alejandría basada en investigaciones arqueológicas.

¿Y si la Biblioteca de Alejandría no hubiera sido destruida?

Si has leído el magnífico ensayo El infinito en un junco, de Irene Vallejo, habrás podido imaginar y entender lo increíble y magnífica que debió haber sido la Biblioteca de Alejandría. Su creación respondía al afán de recopilar en un solo lugar todo el saber de la época y de siglos anteriores a su creación. Fundada por la dinastía ptolomeica en el año 331 a. C., su objetivo era recopilar todas las obras del ingenio humano de todas las épocas y de todos los países. Los reyes enviaban a sus emisarios por todo el mundo para hacerse con los manuscritos de todas las obras que consideraran que debían ser incluidas en esta colección.

Se estima que a mediados del siglo III a. C. la biblioteca, bajo la dirección del poeta Calímaco de Cirene, contaba con unos 490.000 volúmenes. Dos siglos más tarde, según Aulo Gelio, el número había aumentado hasta los 700.000. Es cierto que hay historiadores que no dan por buenas esas cifras, pero, en cualquier caso, sean reales o no, dan idea de la inmensa sabiduría que se concentraba en aquel lugar.

Un incendio en el año 47 a. C., cuando César acudió a Alejandría a apoyar a la reina Cleopatra en las guerras por la sucesión al trono de Egipto, acabó con gran parte de los rollos conservados en la biblioteca (algunas fuentes hablan de 40.000 volúmenes). A partir de entonces, la biblioteca entró en declive. El punto final lo trajo la llegada del cristianismo en el siglo IV d. C. El fanatismo religioso arrasó con todo aquel afán de conservar la sabiduría y la cultura humanas. ¿Hubiéramos sido iguales hoy si se hubiera conservado aquel legado?

‘La carga de los mamelucos’, de Francisco de Goya. Museo del Prado, Madrid.

La hermana mayor del levantamiento del 2 de mayo de la que no hablaron los periódicos

Los franceses campaban a sus anchas por España y se habían permitido el lujo de imponer en el trono al hermano de Napoleón, José Bonaparte. A cambio, traían un soplo de modernidad y cultura para la que aquella España de 1808 no estaba preparada, así que, bajo la excusa del patriotismo, el pueblo, azuzado por políticos y religiosos contrarios a los cambios, se levantó contra el invasor gabacho. La fama de aquellas revueltas se la llevó Madrid y su 2 de mayo, pero antes, el 24 de abril, los leoneses ya les habían dicho a los franceses que no se hizo ni su botillo ni su cecina para la boca del gabacho, y que puerta, fusfus, humo.

Uno de los protagonistas de aquella revuelta leonesa fue el coronel Luis de Sosa, que, además de militar, tenía fama de poeta y literato. Así que escribió una proclama a favor de Fernando VII y en contra del invasor francés que gustó tanto que se consideró que debía darse a conocer por todo el país. Y qué mejor vía de comunicación que en un periódico, más si era madrileño, que es donde estaba el meollo de la invasión.

La proclama de Sosa apareció publicada en La Gaceta de Madrid, bien grande, en primera página. Pero el mariscal francés Murat, cuñado de Napoleón, impidió su difusión en cuanto se enteró de que aquello se iba a publicar. Así que requisó la edición antes de que pudiera repartirse por las calles, la mandó quemar y ordenó una nueva edición, sin la proclama de Sosa, claro está. La historia es la que es, pero quizá la fama del levantamiento estaría ahora un poco más al norte de España.

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El ‘Guernica’ de Joan Miró

En junio de 1937, en plena guerra civil española, tuvo lugar la Exposición de París. Pablo Picasso y Joan Miró enviaron sus obras Guernica y El segador (también conocida como El payés catalán en rebeldía) respectivamente para que representaran a España en el Pabellón de la República. Suponían el apoyo de los dos grandes artistas al gobierno de republicano. Al acabar la exposición, las dos obras se desmontaron, pero mientras que el Guernica siguió su viaje, El payés catalán en rebeldía desapareció. Y mira que era difícil que un mural gigantesco como aquel, de más de 85 metros de altura, se esfumara para siempre.

Miró se sentía muy orgulloso de esta obra, no solo por sus dimensiones sino por lo que significaba. Pero en lugar de pintarlo en un lienzo, lo hizo directamente sobre la pared, en seis paneles de celotex que formaban parte de la estructura del pabellón. El mural se situó en el rellano de la escalera de bajada de la segunda a la primera planta, un lugar bien a la vista del público y con la luz perfecta.

Al acabar la exposición, el mural, que representaba a un payés con su barretina, una hoz y el puño en alto, debía viajar a Valencia, entonces capital del gobierno de la República, al que el catalán había donado su obra. Pero nadie sabe qué fue de aquellos paneles. Desaparecieron sin más o quizá fueran destruidos con la demolición del pabellón. El propio Miró trató de encontrarlos años después, pero fue imposible. Hoy solo quedan algunas fotos en blanco y negro de aquella obra.

Reproducción del retrato de Winston Churchill, de Graham Sutherland, realizado por Brian Pike (1979)

¿El retrato de Dorian Grey? No, el de Winston Churchill

El pintor Graham Sutherland, que empezaba a ser reconocido como retratistas, recibió un encargo especial en 1954 por parte de Lord Beaverbrook, ex ministro de Producción Aeronáutica y coleccionista de obras de arte. Se trataba de pintar un retrato del primer ministro Winston Churchill para celebrar sus 80 años, que formaría parte de la colección estatal. El día del cumpleaños del veterano político, que se celebraba en Westminster Hall, todo estaba preparado para descubrir el cuadro. Nadie, ni siquiera Churchill, lo había visto antes. Pero cuando por fin se retiró la tela que lo cubría, el ministro enmudeció. Sutherland le había retratado viejo, gordo y encorvado, y aquello no gustó en absoluto al político, que, a pesar de ello, se llevó el cuadro a casa.

Cuando murió en 1965, el Estado reclamó a los herederos de Churchill el cuadro que pintara Sutherland años antes para ser devuelto al patrimonio nacional. Pero la familia tuvo que confesar que el cuadro ya no existía, lo habían destruido porque el viejo primer ministro lo detesteba. Aquello levantó polémica porque la titularidad de la obra era estatal, ya que se había pagado con fondos públicos, y ni Churchill ni su familia tenían derecho sobre ella, y mucho menos a destruirla. Churchill no consiguió, sin embargo, que aquel retrato se olvidara. Aún se conservan los estudios que el artista pintó antes de hacer la versión definitiva del cuadro. Y para ahondar más en su herida, este episodio ha sido inmortalizado en la serie The Crown, que puede verse en Netflix.

 

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