A pesar de que ya desde Aristóteles muchos consideran el olfato un sentido menor, al menos en comparación con el oído y la vista, aporta una gran cantidad de información para que los humanos desarrollen su vida cotidiana.
Un buen olfato puede advertir de un peligro que no puede ser captado por la vista. Por ejemplo, un alimento en mal estado de aparente buen aspecto o una fuga de gas, tan silenciosa como invisible.
De hecho, la falta de olfato o su pérdida durante un tiempo también influyen en otros sentidos. Cualquiera que haya sufrido un resfriado sabe cómo cambia el sabor de los alimentos.
A pesar de la importancia del olfato, un estudio de McCann Worldgroup, The Truth About Youtha, revela que los adolescentes estadounidenses prefieren perder este sentido a renunciar a su teléfono móvil o a su ordenador. Una actitud que no es más que el reflejo de la poca importancia que la sociedad occidental le da a este sentido.
La investigadora Asifa Majid comentaba en un artículo publicado en la revista Time que mientras para los occidentales definir los olores es una tarea compleja, para tribus de cazadores y recolectores de Malasia, hablar sobre un olor es tan sencillo y certero como nombrar un color.
La razón puede estar, según esta autora, en que en esas comunidades los olores son son elementos accesorios u ornamentales sino datos que organizan la vida cotidiana. Hay olores que sanan, hay olores que matan e incluso hay olores que no deben mezclarse: unos animales no se cocinan junto a otros para que no se mezclen los olores. En ocasiones, el olor puede constituir en una forma de tabú: hermanos y hermanas no pueden sentarse demasiado cerca porque, si sus olores corporales se mezclan, cometerían una forma de incesto.
La relación entre Occidente y los olores no siempre ha sido de desapego. En origen se parecía mucho a la de las tribus malayas, como demuestran las referencias al olfato en la cultura y la lengua de muchos países occidentales. «Me da en la nariz» es una expresión que demuestra sospecha. «Algo huele a podrido en Dinamarca» es una de las frases clásicas de Hamlet. El «olor de santidad» es un signo de distinción y, hablando de santos, «Recién muerto, hasta el peor, tiene del santo el olor».
En opinión de Asifa Majid, el momento en que el mundo occidental comenzó a distanciarse del sentido del olfato fue durante la Revolución Industrial. En esa época, gran parte de la población rural migró a los entornos urbanos y perdió el recuerdo de los olores del campo. Además, ya en el entorno urbano, la sociedad industrial comenzó a desarrollar una especial aversión hacia los olores, que se procuraban eliminar o enmascarar constantemente.
Según el profesor Anthony Synnott, doctor en Sociología de la London University, además de su carácter informativo sobre el entorno que rodea al ser humano, los olores también tienen un componente moral. Una dimensión que, según este experto, afecta directamente a la constitución del «yo». Desde el momento en que hay olores buenos y malos, oler bien o mal condiciona las relaciones sociales de las personas hasta el punto de llegar a provocar, en ocasiones, su exclusión social o minar su autoestima.
En ese sentido y aunque ahora sucede con menos frecuencia, hace no mucho tiempo el olor también podía establecer diferencias de clase, –desde el momento en que los ricos no olían igual que los proletarios–, o de género, pues no en vano hay perfumes para hombres, para mujeres o unisex.
A raíz de todo esto, y basándose en estudios del antropólogo Edward T. Hall, Synnott afirma que los habitantes de diferentes culturas habitan también diferentes mundos sensoriales. Mientras que, por ejemplo, «los árabes no tratan de eliminar los olores corporales sino de realzarlos al construir relaciones humanas», los estadounidenses viven en una constante batalla por la desodorización y la reodorización.
Esa obsesión de los estadounidenses hace que al aspecto cultural del olor se sume el económico. Según datos manejados por Synnott, la industria de los perfumes facturó en 2002 4.8 mil millones de dólares. Una cantidad nada desdeñable, menos aún cuando los perfumes solo suponen el 20% de las empresas relacionadas con los olores. Si se le suman los detergentes, los ambientadores, las ceras, los aceites y los potenciadores de olor alimentario, la cantidad asciende a unos 24 mil millones de dólares.
Por todo ello, y a diferencia de lo que afirmaba Asifa Majid, Synnott no considera que Occidente haya perdido el interés por los olores. Sencillamente los ha reducido y homogeneizado con un claro objetivo comercial y de control social. En lo que ambos coinciden es que la situación es preocupante. «La olfacción –afirma Synnott– desempeña papeles importantes pero con frecuencia inadvertidos en nuestra cultura, quizá más importante por ser inadvertidos».
Perdí el olfato en un accidente hace muchos años. Es bien jodido. Conservo memoria de él,pero por poner un ejemplo,no sé cómo huelen ni mi mujer ni mi hijo.