Un numeroso grupo de personas está de pie, frente a la pared del fondo que delimita el hall del Museo Thyssen de Madrid. Podría parecer que observan el gigantesco cuadro que la preside, pero no. Su atención está fijada en unas mujeres vestidas de azul que danzan en trance al son de unos timbales. La imagen de lo que ven es tan potente que podría describirse como un cuadro en movimiento. Un lienzo donde los cuerpos femeninos son los pinceles y donde el vuelo de las faldas pinta la atmósfera de azul. No es danza, no es teatro… es una performance. Una de las diez que forman parte del cliclo que el Thyssen dedica, por segundo año consecutivo, a esta disciplina artística.
No es sencillo definir qué es una performance. A diferencia del teatro, por ejemplo, aquí no hay guion, aunque sí una especie de orden de cosas que se quieren contar. Sin embargo, nada está milimetrado, nada está marcado. Ese no saber lo que va a pasar, ni por parte del artista que la interpreta ni por parte del público que la observa, es, quizá, su rasgo más definitorio y lo que la hace tan especial.
«En las performances pueden ocurrir muchas cosas. Yo creo que provocan, a diferencia del teatro, la emoción inmediata. La diferencia está en la capacidad de provocar emociones, sensaciones», explica Semíramis González, la comisaria del ciclo de performances Visión y presencia programado en el Thyssen.
«Yo creo que la performance tiene una dimensión de tiempo y de espacio muy potentes. Con lo cual implica no solo al artista, que normalmente nos lo imaginamos creando solo en su estudio, sino que tiene una dimensión de relación con el otro que es muy importante. Incluso los restos que quedan de las performances, como las de Ana Mendieta, en la que ella hace una huella en la pared arrastrando sus brazos y sus manos ensangrentadas, el simbolismo de lo que queda después yo creo que tiene unas lecturas mucho más potentes que muchas obras».
Englobada en los movimientos artísticos vanguardistas del siglo XX, la performance tiene sus raíces en el movimiento dadaísta, aunque también está relacionada con los surrealistas y movimientos como Fluxus. Esta corriente artística tuvo su apogeo en la década de los sesenta y setenta del siglo pasado, muy relacionada con la música, la literatura y la danza, y se proclamó a sí misma como movimiento artístico sociológico. Quizá se entienda mejor al pensar en una de sus artistas más reconocidas: Yoko Ono.
Desde sus inicios, la performance se ha caracterizado por su carácter rompedor, muy disruptivo, de cierta rebeldía y de mucha protesta social. «Tiene mucho que ver con el activismo, en este caso feminista; con las demandas sociales, pero también con los derechos civiles y con Mayo del 68. Es decir, el cuerpo estaba muy presente en las protestas, el cuerpo como un lugar para la resistencia política», explica González.
Esa relación con el cuerpo y con el feminismo es probablemente una de las razones por las que sea muy mayoritaria la presencia de mujeres en este movimiento. Pero también tiene que ver con cuestiones más terrenales. «La pintura y la escultura tenían una carga simbólica muy fuerte, y luego, además, aprenderlo requería pasar por unos filtros no siempre muy favorecedores para las mujeres», aclara la comisaria de arte.
«Sin embargo, tanto la performance como la fotografía como el videoarte eran herramientas relativamente nuevas, más baratas y que permitían mucho más trasladar esos mensajes de denuncia». De alguna manera, podría decirse que, como ocurrió en la Bauhaus, las mujeres se vieron empujadas a desarrollar esta corriente artística que no gozaba de la misma fuerza en el mercado que las demás artes. Aunque es cierto que ellas supieron darle la vuelta a la tortilla y convertir la performance en el cauce poderoso por el que transmitir su mensaje de lucha.
Relacionada, pues, con movimientos sociales y feministas, es lógico que este arte visual tenga una mayor presencia en países donde se desarrolla un mayor activismo. México, Chile, Argentina, Perú, Honduras, Guatemala… «Hay una fuerza de Latinoamérica en la performance», corrobora Semíramis González. De hecho, cinco de las diez artistas programadas en el ciclo del Thyssen proceden de allí. «Son países en los que hay una presencia del cuerpo —también como puede haberla en cualquier país—, pero especialmente en estos hay una resistencia y respuesta».
En la muestra del Thyssen, que cuenta con la colaboración de la Agencia Española de Cooperación Internacional para el Desarrollo (AECID), participan artistas como Agnes Essonti, Alejandra Glez, Lorena Wolffer o KarmeLaHoz, entre otras. El ciclo busca visibilizar el trabajo que las mujeres latinoamericanas están desarrollando a través del arte y de la cultura para reflexionar sobre las desigualdades de género en el mundo, y abordar temas como la diversidad racial, el cambio climático, la memoria histórica y la relectura de la historia del arte desde una visión más igualitaria.
«Cuando no tenemos conciencia feminista, en general, y ya aplicándola a las artes, estamos viendo, como dicen las Guerrilla Girls, menos de la mitad de la pintura. Al final, si la mitad de la población no aparece justamente representada y no vemos sus creaciones, nos estamos perdiendo la mitad de la historia del arte», justifica Semíramis González por qué hay que tener una perspectiva feminista para contemplar el arte en general.
«Es importante dar visibilidad a las artistas y a sus trabajos. Es casi una cuestión de justicia numérica. A mí me interesan también las que trabajan desde la denuncia del feminicidio, las que denuncian cuestiones como ser mujeres y tener una discapacidad, denunciar el racismo… Es una intersección de varias cosas. Y yo creo que es importante porque, al final, es la realidad en la que vivimos, y el arte es una herramienta muy potente para hacer visibles esas cosas que, a priori, en nuestro día a día se nos escapan».