Pongo la mano en el fuego por…

Esperanza Aguirre no pone la mano en el fuego por Mariano Rajoy, pero Basagoiti, expresidente del PP vasco, sí. Joan Herrera pregunta a Artur Mas si metería los cinco deditos en una llama candente para asegurar que «CiU nunca se ha lucrado de ninguna concesión pública» y el proyecto socialista para alcalde de Madrid, Antonio Miguel Carmona, entre pim, pam y propuesta arriesga «las dos manos» por Tomás Gómez. Mientras los políticos van prendiendo las hogueras, resulta gracioso que en una época de supuesta regeneración política se recurra tanto a una figura jurídica tan vieja como la ordalía o juicio de Dios.
La ordalía es, según la Enciclopedia Británica, una prueba o juicio «basada en la creencia de que el resultado reflejará la decisión de poderes sobrenaturales y que estos asegurarán el triunfo de la verdad». Con diferentes tipos, como la adivinación- echar sangre al suelo ya tiende a ir hacia el asesino- o batalla-dos campeones se enfrentan y el resultado de la contienda es determinado por la acción de un poder superior-; el más conocido es la prueba física, que consiste en someter al cuerpo del acusado a unas condiciones extremas. Si este sobrevive o queda poco dañado, es inocente. Como explican en la Británica, aunque en muchos casos había «consecuencias fatales», su propósito no era punitivo».
«Por 400 años, las personas más sofisticadas de Europa decidían los casos criminales más difíciles pidiendo al acusado que metiera la mano en un caldero con agua hirviendo y pescará un anillo», cuenta Peter T. Leeson, profesor de economía y derecho de la George Mason University, en su texto Ordeals, «si su brazo salía sin daño, era exonerado, sino, era condenado». Leeson tiene una teoría. «Aunque nadie de hoy en día crea que eran una buena forma de decidir la culpabilidad del defendido»,  esta concepción debería ser replanteada.
La edad de oro de esta prueba judicial en Europa va desde el siglo IX hasta que en 1215 el IV Concilio de Letrán prohibió la intervención eclesiástica en las ordalías, acabando con la práctica con el iudicium Dei o juicio de Dios como forma de revolver disputas legales. La ley reservaba las ordalías para casos determinados, principalmente aquellas ofensas criminales como el homicidio o el robo en las que los jueces no lograban un concluir un veredicto.
En su análisis, Leeson parte de la premisa de que, con las arraigadas y fuertes creencias religiosas medievales, en las que Dios lo impregnaba todo, su justicia era usada como la forma definitiva de distinguir entre culpables e inocentes: Los primeros no estaban dispuestos a someterse a ésta forma de prueba por temor a su culpabilidad, mientras que los segundos la aceptaban prestos por su convencimiento en la justicia divina. «Los sacerdotes tenían esto en cuenta para determinar la inocencia y luego manipulaban la ordalía».
Como prueba, aporta los escasos registros de juicios de Dios que han llegado hasta nosotros. Uno es el Regestrum Varadinense, de la región de Oradea, en Rumanía. En él, de 208 casos registrados, pasaron la prueba de Dios el 62% de los acusados. En el otro, que va de 1194, año del primer registro que se conserva de la cortes reales británicas, hasta 1219, cuando acabó esta práctica en el Reino Unido, arroja que de las 19 ordalías referidas, 17 fueron superadas. Salvo que la mayoría de los sacerdotes no supieran cómo hervir agua o hacer fuego, «los datos sugieren que trucaban las pruebas para exculpar a los acusados».
«Los ciudadanos de las sociedades modernas no creen que las pruebas por fuego y frío sean iudicia Dei», razona Lesson al final de su artículo, «por lo que no tiene sentido usar estos métodos judiciales medievales». Habría que ver, si los dirigentes realmente creyeran en que un poder supremo determinaría la culpabilidad o la inocencia de sus premisas, seguirían dispuestos a prender las hogueras, hervir el agua y pescar el anillo.

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Patrick Thomas

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