El origen de los dichos: Quien fue a Sevilla perdió su silla

Esta era la frase favorita de más de uno y de una cuando eran pequeños y le quitaban el sillón más cómodo de la casa a su señor padre en el mismo momento en que este se levantaba para ir al baño. Claro, que les servía de bien poco, porque cuando regresaba le bastaba al progenitor con darles una sonora colleja (¡no pegues a la criatura en la cabeza, hombre, que está estudiando!) para hacerles saber que el sillón era suyo.

Efectivamente, se usa esta frase cuando otra persona ocupa el lugar que dejamos libre momentáneamente. Y en sentido más amplio, nos dice que la ausencia puede ocasionarnos algún que otro disgustillo.

Lo cierto es que, aunque todos la conocemos así y así la usamos, la frase correcta, atendiendo al origen histórico de la misma es: ‘quien se fue DE Sevilla, perdió su silla” y así parece que se usó en un principio.

Tiene, según el Centro Virtual Cervantes, numerosas adiciones o coletillas del tipo “y quien fue a Aragón, se la encontró”, “y quien fue a Jerez la encontró otra vez” o “y quien volvió la recobró”, por poner algunos ejemplos.

Su origen, como decía un poco más arriba, está en un hecho histórico ocurrido en tiempos del rey Enrique IV de Trastámara, rey de Castilla, o sea, allá por el siglo XV.

Surgió del enfrentamiento entre dos arzobispos, Alonso de Fonseca el Viejo y Alonso de Fonseca el Mozo, tío y sobrino a la sazón.

En 1460, quedó vacante el arzobispado de Santiago de Compostela y tito Alonso quiso promover a su sobrino hacia la silla compostelana. Todo hubiera sido muy fácil si no fuera porque el conde de Trastámara, Pedro Álvarez de Osorio, ya había nombrado a su hijo Luis de Osorio como arzobispo. Y claro, uno de los dos sobraba. Consecuencia: yo lo vi primero, no, no, que lo vi yo… y así hasta llegar a las manos. Así que los ánimos en Galicia andaban más que revueltos y no era muy apetecible presidir allí ningún arzobispado ni nada parecido.

El joven Fonseca, que sería muy sobrinísimo y muy listo, de valiente no tenía nada. Así que convino con su tío que, ya que el anciano tenía más carácter y más experiencia en eso de solucionar entuertos, fuera a Galicia a pacificar el asunto y mientras él se quedaría en Sevilla sustituyéndole y calentándole el asiento. Tres años más tarde, el Viejo consiguió calmar las aguas en la diócesis gallega, repartiendo alguna que otra hostia y no de las consagradas precisamente. Y regresó a Sevilla a reclamar su silla.

Pero mira tú por dónde que al Mozo le gustaba más el olor del azahar que el incienso del botafumeiro y le dijo que nanai, que de allí no se movía. Como en toda guerra, cada uno tenía sus defensores y sus detractores. Así, al joven Fonseca le apoyaban los prelados más jóvenes, la burguesía y el concejo. Y al viejo arzobispo le apoyaban los nobles y los veteranos del clero. La riña estaba servida. Tal follón se montó que tuvieron que tomar cartas en el asunto la Santa Sede y el mismísimo rey, que devolvieron el arzobispado de Sevilla a su legítimo dueño, no sin antes ahorcar a algún que otro partidario del sobrino, que se volvió para Santiago más calentito y suave que un guante.

Así que el pueblo, que a ingenioso no le gana nadie, se quedó con la ‘anécdota’ de la silla y propagó por doquier aquello de «quien se fue de Sevilla…» Pero como todo se diluye y pierde en el tiempo, como si este jugara con los humanos al viejo juego de las Barbaridades (aquel en el que el primer jugador dice una frase al segundo en el oído y este, a su vez, la va pasando pero cambiada al otro, y así sucesivamente hasta descubrir que la frase final nada tiene que ver con la inicical), la expresión se simplificó a la que hoy conocemos: quien fue a Sevilla perdió su silla… La Historia te da sorpresas, sorpresas te da la Historia…

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Patrick Thomas

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