El otro día me topé con un archivo de Word cuasi olvidado que databa de 2009. Su título: Road trip a Senegal. Aquel texto de 52 páginas era una transcripción ampliada de un diario que rellené durante el que hasta hoy ha sido el viaje de mi vida, un road trip en furgoneta con tres amigos desde Madrid a Cap Skirring, al sur de Senegal. El texto no solo me trajo la intensidad de aquellos colores, olores y gentes, sino que me transportó a mi yo de hace seis años y a cómo sentía y pensaba. Copio un párrafo del principio:
«Hablando con otras personas sobre el viaje noto cómo les brillan los ojos y me escuchan con atención. Otros me preguntan por el motivo de forma incrédula. Supongo que podré responder mejor a esta cuestión al final de este relato o viaje, mejor dicho. Por ahora, me contento con hacerme una idea, no del propósito, sino de la gran atracción que siento por lo desconocido, lo incivilizado, por esa esencia verdadera del ser humano que se nos camufla en la jungla de cemento o ‘concrete jungle’».
Aquel yo de 2009, incapaz de encontrar lo desconocido en su particular ‘concrete jungle’, buscaba reconectar con su esencia como un Thoreau o como un Chris McCandless. Buscaba vivir lo incivilizado como un personaje de una novela de Cormac McCarthy cruzando la llanura o siguiendo a duras penas la carretera, presa de un instinto inapelable que exige sobrevivir. Buscaba ser George Gastin quemando sus naves; aplacar el movimiento mental con el movimiento físico, aplacar ese torbellino de pensamientos que se genera en la cabeza cuando estamos quietos. Al final el ser humano necesita moverse porque todo lo vivo se mueve, porque lo estático nos acerca a la muerte.
Sin embargo, idealizar lo desconocido es inevitable cuando se está insatisfecho con lo conocido. En días grises volamos a lugares lejanos, como Gambia o Senegal, y nos imaginamos viviendo intensas aventuras. Olvidamos que la aventura también tiene su propia rutina y viceversa. Aquel yo de 2009 buscaba respuestas fuera, quería vivir estímulos nuevos y nuevos entornos:
«Las azuladas y voluptuosas nubes flotaban bajo y tapaban un cielo tan solo filtrado a través de ciertos resquicios dorados. El verdor del paisaje se teñía de rosa ante el inminente anochecer. Atravesamos el pueblo colindante con el río y a la salida un militar con una AK47 nos paró en un control. Nos recriminaba que no nos habíamos detenido ante la casi imperceptible señal de stop. Tras asegurarle repetidamente que no se veía y que éramos voluntarios médicos rumbo a Ziguinchor nos dijo que o le pagábamos la correspondiente multa, a él personalmente (cómo no), o pasábamos la noche en el cuartel militar arrestados. Le dijimos que no teníamos dinero y que si esa era la solución la aceptábamos. Viendo que no hacía mella en nuestro rostro y que obviamente no íbamos a pasar la noche en el cuartel nos dejó continuar».
De vuelta en España comencé otro viaje, el de transformar aquellas notas en una historia. Sin embargo aquel texto, ahora preciado testimonio, se convirtió rápidamente en una bitácora de furgoneta; en una sucesión de amaneceres y anocheceres; en una transcripción exótica de distancia cubierta por carretera. Faltaba algo y en aquel entonces no supe ver el qué. Ahora sí, faltaba conflicto. No el conflicto con el entorno o con los locales o entre nosotros, que lo hubo, sino el reconocimiento del conflicto interno. El reconocimiento, aceptación y manifestación de mis conflictos.
Mi yo de ahora sigue idealizando lo desconocido, aunque es consciente de ello. Mi yo de ahora, en pleno viaje también, busca dentro. Porque qué es la vida, aquí o allá, sino un road trip. Y qué es el road trip sino la metáfora perfecta de la vida.