En la novela de ciencia ficción de Robert Heinlein Tiempo para amar se exhorta a que cualquier ser humano «debería ser capaz de cambiar un pañal, planear una inversión, matar un cerdo, pilotar un barco, proyectar un edificio, escribir un soneto, hacer cuadrar las cuentas, construir un muro, volver a colocar un hueso en su sitio, consolar a los agonizantes, cumplir órdenes, dar órdenes, cooperar, actuar en solitario, resolver ecuaciones, analizar un nuevo problema, trajinar estiércol, programar un ordenador, preparar una comida sabrosa, combatir con eficacia y morir con valor». No todos podemos hacer estas cosas, pero sí gran parte de ellas. Sobre todo, si las aprendemos desde pequeños.
Eso ocurre, precisamente, porque nacemos con la cabeza demasiado pequeña. También porque el canal de parto de nuestra madre es estrecho porque, a su vez, es bípeda. Y también ocurre por muchos otros factores conectados entre sí, y que constituyen la fuente de nuestra extraordinaria capacidad de aprender y adaptarnos al medio.
Pero despleguemos el tapiz multifactorial y analicemos cada punto individualmente.
TAMAÑO DEL CEREBRO
En solo 1.400 gramos de materia albergamos entre 10.000 millones y 100.000 millones de neuronas. El 20% de las necesidades de oxígeno y de calorías de nuestro cuerpo provienen del cerebro, a pesar de que únicamente supone un 2% de la masa corporal. Al nacer, sin embargo, nuestro cráneo dista de estar preparado para alojar un órgano tan grande y complejo. Tras abandonar el claustro materno y recibir la eventual palmada del obstetra, el contorno de nuestra cabeza es de solo 34 centímetros de media, frente a los 58 centímetros de un adulto. Lógicamente, al llegar al mundo, nuestro cerebro apenas tendrá una masa de 350 gramos.
En los primeros tres meses, sin embargo, el perímetro encefálico crece dos centímetros por mes. En los siguientes tres meses, un centímetro por mes. En los siguientes seis meses, medio centímetro por mes. En total, el perímetro craneal ha aumentado 20 centímetros durante nuestro desarrollo. Este ritmo desbocado en el crecimiento es necesario para albergar ese cerebro que, en solo 20 años desde nuestro nacimiento, pasa de tener 350 gramos a 1.400.
Sin embargo, para disponer de algo tan fabuloso en la testa, una suerte de criatura alojada en nuestro cráneo que crece a tal velocidad que parece estar sometida a rayos mutagénicos, hemos tenido que pagar un tributo ciertamente gravoso. Lo que nos lleva al siguiente punto.
INDEFENSIÓN
El cerebro parece estar tan plegado y apiñado a fin de poder ocupar el mínimo espacio posible en nuestra cabeza, por eso tiene tantas circunvoluciones y anfractuosidades. Todo se arreglaría si dispusiéramos de cabezas más grandes, así el cerebro no estaría tan apretado. Pero una cabeza más grande también nos dificultaría mantener el equilibro y, a su vez, requeriría un cuello más grueso y menos flexible.
Al principio de nuestros días, sin embargo, nuestra cabeza es tan pequeña que el cerebro no puede desplegarse en todo su esplendor. Es como un albatros que, en aras de cobijarse en un nido angosto, debe encoger sus enormes alas. Y, sin alas, no puede volar.
Si el cerebro no está completamente formado, el ser humano tampoco lo está. Por ello, en los primeros días de nuestra vida, somos criaturas subdesarrolladas no solo a nivel físico, sino también cognitivo y emocional.
Si dejamos un bebé recién nacido en el bosque, a no ser que corra la suerte de Mowgli, se quedará allí tumbado hasta morirse. Si dejamos una gacela en las mismas condiciones, aprenderá a andar por sí misma y hará por sobrevivir.
Nacer desamparado es todo un hándicap, así que se requiere de la asistencia continua de los padres. Como si el bebé, a pesar de que haya podido abandonar el claustro materno, aún se mantuviera unido al cuerpo del adulto cual parásito. Y esto, que parece una clara desventaja, nos ofrece como especie un don extraordinario.
ADAPTACIÓN Y FLEXIBILIDAD
Si bien los animales ya nacen formados y programados para interactuar con el entorno, nosotros nacemos a medio cocer, y podemos ser formados y programados sinápticamente en gran parte por el ambiente en el que nos desarrollamos. Somos casi tan adaptables como una masa de arcilla fresca que, progresivamente, se va endureciendo: por eso, por ejemplo, un niño puede aprender el acento nativo de un idioma, pero difícilmente lo conseguirá de adulto.
Los animales, pues, son poco flexibles; los humanos nos podemos adaptar a una miríada de geografías, costumbres, lenguas, situaciones… porque al nacer en realidad no nacemos del todo.
A su vez, todo esto es una solución al problema de la estrechez del canal del parto. Pero ¿por qué la naturaleza no optó por hacer este canal más ancho en un primer momento? Básicamente, porque a nivel anatómico no es posible. Lo sería si nos mantuviéramos a cuatro patas, pero el ser humano prefirió volverse bípedo. La bipedestación reduce las hechuras del canal del parto a fin de mantener la verticalidad y poder andar con cierta elegancia. Pero ¿por qué es preferible ser bípedo o cuadrúpedo?
BIPEDESTACIÓN
La bipedestación es muy útil cuando solo tienes cuatro extremidades: si te conformas con ser cuadrúpedo, tienes las cuatro extremidades siempre ocupadas en la locomoción. Sin embargo, si adoptas la bipedestación entonces liberas un par de extremidades que pueden usarse para manipular cosas con un alto grado de precisión.
Es decir, que la estrechez del canal del parto no fue propiciada por la evolución natural para que tuviéramos un cerebro más proclive al ambiente; fue un efecto secundario de la bidepestación.
Lo que resultó relevante para la evolución darwiniana fue liberar nuestras manos para que usáramos herramientas y volvernos devotos de Bricomanía, lo que a su vez también alimentó la necesidad de tener cerebros más complejos.
PERO EL TAMAÑO (CASI) NO LO ES TODO
Anchura del canal del parto, bipedestación, perímetro craneal, número de neuronas, adaptación al entorno, indefensión… todo está conectado con todo; resulta difícil ya identificar las dádivas de los castigos.
Sea como sea, el tamaño del cerebro no debería eclipsarnos: lo importante es que no sea muy pequeño, pero hay una generosa horquilla donde el tamaño no influye. Por eso hay cerebros como el extraído de un cadáver por Thaddeus Mandybur, patólogo de la Universidad de Cincinnati, en diciembre de 1991: 2.300 gramos. Y también los hay como el cerebro perfectamente saludable de Daniel Lyon, de 680 gramos, que murió en 1907 a la edad de 41 años.
Por ello, es de todo punto falso que la mujer sea menos inteligente porque tiene un cerebro más pequeño en promedio al del hombre. El mayor defensor de esta idea, el anatomista Theodor Ludwig Wilhelm Bischoff, nos descubrió tras su muerte que la masa de su cerebro era de 1.245 gramos, menor incluso que el de la mujer (una ironía del destino que probablemente sea apócrifa, pero que tampoco es importante, a la luz de lo descrito).